Me acusan de vivir en el pasado. Voy por la calle, y la gente me para y me dice «¡Tú, hijo de puta!¡Vives en el pasado!». Y yo les digo: «¡Déjenme!¡No les conozco! ¡ Voy a llamar a la policía!». Y ellos me dicen «¡Como sea la Policía del Tiempo la que venga , al que se van a llevar es a ti!» . Vivo en un barrio muy conflictivo.
¿Pero para qué vale la adultez si no es para mirar con bondad, por fin, al pasado?. Desde la calma, la serenidad, y la compasión, examinar qué tipo de idiota era uno de joven, y perdonarle. No todo van a ser pagar impuestos y comer brócoli.
Por eso busco, como el que busca pepitas de oro en un río, a la gente con la que compartí espacio y tiempo hace treinta años, para charlar de todo aquello. No hay muchos, pero cuando aparecen son un regalo. Cruzarme con la hermana de mi primera novia en el Mercadona. El compañero de instituto con el que no hablé mucho en su momento, pero que lo vio todo, en el autobús. Alguien que tocaba la guitarra en el grupo con el que compartíamos local en el registro, y conoce un montón de anécdotas compartidas. Terapia de café con leche en vena.
Hace poco ocurrió un evento sincrónico insuperable, un lingote de oro entero. Me junté con mis compañeros de colegio. Nuestra generación no conoció las redes sociales hasta que salió de la universidad, por lo que nunca estuvimos en contacto. Pero uno a uno, nos fuimos juntando en un grupo de whatsapp, y quedamos.
Fue precioso verles a ellos, tras 25 años. Dentro de sus caras adultas, si uno se fijaba un poco, estaba escondida la cara de los niños que fueron. Porque es curioso el colegio. Uno crece rodeado de la misma gente todos los días, día a día, durante ocho años, mientras cambia el cuerpo y la cabeza. Y en aquella mesa, en 2020, todos éramos adultos completamente desconocidos los unos para los otros, ajenos, convocados a esa reunión intentando recordar que todos esos señores y señoras fueron nuestros amigos cuando habitábamos una piel habíamos mudado ya hace mucho tiempo.
Y aparentemente, como yo vivo en el pasado, como me echan en cara mis vecinos, recordaba muchísimas cosas más que ellos. Y parecían molestos. Querían hablar del ahora. Pero el ahora es aburrido. Niños, facturas, bah. Yo no dejaba de decir «¿os acordáis de cuando entró la profe Amaya y dijo que la clase olía a tachín tachín, y nos morimos de la risa, sin saber que nos estaba diciendo que olíamos como una piara de cerdos?», o «¿os acordáis cuando el profe Jose Luis estuvo de baja por una hernia inguinal, y a su vuelta fue recibido con vítores como si hubiera recuperado Esparta?».
No obstante, en aquella mesa pasó algo más. Todos teníamos la misma edad. Me di cuenta de que nunca, nunca, estoy con gente que tenga mi misma edad. Éramos diez, y todos habíamos nacido el mismo año. Era una extraña conjunción astral. Como si se hubieran vuelto a juntar los caballeros de la mesa redonda. Con celulitis y alopecia. Con cicatrices post-parto y más dioctrías.