Pepitas de oro.

Me acusan de vivir en el pasado. Voy por la calle, y la gente me para y me dice «¡Tú, hijo de puta!¡Vives en el pasado!». Y yo les digo: «¡Déjenme!¡No les conozco! ¡ Voy a llamar a la policía!». Y ellos me dicen «¡Como sea la Policía del Tiempo la que venga , al que se van a llevar es a ti!» . Vivo en un barrio muy conflictivo.

¿Pero para qué vale la adultez si no es para mirar con bondad, por fin, al pasado?. Desde la calma, la serenidad, y la compasión, examinar qué tipo de idiota era uno de joven, y perdonarle. No todo van a ser pagar impuestos y comer brócoli.

Por eso busco, como el que busca pepitas de oro en un río, a la gente con la que compartí espacio y tiempo hace treinta años, para charlar de todo aquello. No hay muchos, pero cuando aparecen son un regalo. Cruzarme con la hermana de mi primera novia en el Mercadona. El compañero de instituto con el que no hablé mucho en su momento, pero que lo vio todo, en el autobús. Alguien que tocaba la guitarra en el grupo con el que compartíamos local en el registro, y conoce un montón de anécdotas compartidas. Terapia de café con leche en vena.

Hace poco ocurrió un evento sincrónico insuperable, un lingote de oro entero. Me junté con mis compañeros de colegio. Nuestra generación no conoció las redes sociales hasta que salió de la universidad, por lo que nunca estuvimos en contacto. Pero uno a uno, nos fuimos juntando en un grupo de whatsapp, y quedamos.

Fue precioso verles a ellos, tras 25 años. Dentro de sus caras adultas, si uno se fijaba un poco, estaba escondida la cara de los niños que fueron. Porque es curioso el colegio. Uno crece rodeado de la misma gente todos los días, día a día, durante ocho años, mientras cambia el cuerpo y la cabeza. Y en aquella mesa, en 2020, todos éramos adultos completamente desconocidos los unos para los otros, ajenos, convocados a esa reunión intentando recordar que todos esos señores y señoras fueron nuestros amigos cuando habitábamos una piel habíamos mudado ya hace mucho tiempo.

Y aparentemente, como yo vivo en el pasado, como me echan en cara mis vecinos, recordaba muchísimas cosas más que ellos. Y parecían molestos. Querían hablar del ahora. Pero el ahora es aburrido. Niños, facturas, bah. Yo no dejaba de decir «¿os acordáis de cuando entró la profe Amaya y dijo que la clase olía a tachín tachín, y nos morimos de la risa, sin saber que nos estaba diciendo que olíamos como una piara de cerdos?», o «¿os acordáis cuando el profe Jose Luis estuvo de baja por una hernia inguinal, y a su vuelta fue recibido con vítores como si hubiera recuperado Esparta?».

No obstante, en aquella mesa pasó algo más. Todos teníamos la misma edad. Me di cuenta de que nunca, nunca, estoy con gente que tenga mi misma edad. Éramos diez, y todos habíamos nacido el mismo año. Era una extraña conjunción astral. Como si se hubieran vuelto a juntar los caballeros de la mesa redonda. Con celulitis y alopecia. Con cicatrices post-parto y más dioctrías.

Cuchillo de palo.

Tengo yo un amigo muy majo al que le gustaría ser terapeuta. Ha vivido mucho, tiene buena cabeza, y el corazón en su sitio. En mi opinión, lo tiene todo para ser un gran profesional, ayudar a un montón de gente, y ganarse la vida haciendo algo que le apasiona. Sin saber que yo pienso esto de él, ha cometido un garrafal error: ha decidido empezar a estudiar la carrera de psicología. Es un error al que se ha visto forzado, ya que lo hace para poder ejercer. Pero yo sufro por él. La carrera le va a deformar. 

La psicología que se estudia en la universidad está tan alejado de la terapia como la química inorgánica. En mi opinión, estos estudios deberían de recibir el nombre de ciencias cognitivas, o algo así pomposo, a la altura de sus ambiciones. Sin embargo, todo el que entra en la facultad, lo hace para convertirse en terapeuta. Empiezan la universidad con ilusión, y salen de ahí cuatro años después, deprimidos, con un amasijo de conocimientos irrelevantes para la tarea que querían desempeña en un principio , pero peor aún, sin ser conscientes de ello. Una mezcla de frustración y culpa les corroe por no saber hacer lo que no les han enseñado a hacer. No solo eso, lo más dolorosamente irónico es que solo se puede hacer terapia si estudias “eso”. Es como si a las personas que quisieran ser ingenieros informáticos fueran forzadas a estudiar filología eslava para poder programar legalmente.

Y no digo que el concierto académico no sea válido. Lo es. Muchísimo. Y tiene lógica que la psicología, etimológicamente la ciencia de la mente, decidiese salir de la especulación filosófica, y haya intentado ser científica. Pero ha fallado: el fruto de sus esfuerzos es más valioso en el campo de la economía, el marketing o la tecnología, que en el de la salud. Y la gente que sufre no encuentra consuelo alguno en tanto profesional confundido. 

¿Qué se estudia en psicología? Cosas interesantes, sin duda. Por ejemplo, cómo percibimos estímulos de distintos tipos . Cúal es la naturaleza de esos estímulos. Cómo procesamos y aprendemos información. Cómo y por qué recordamos las cosas. Cómo se desarrolla fisiológicamente nuestro cerebro para poder hacer todas estas cosas. Sesgos a la hora de tomar decisiones. Y por encima de todo, se estudia cómo se estudian estas cosas: estadística y metodología. Cosas interesantes sin duda. Con esta información el psicólogo se erige en rey definitivo de las sobremesas, compitiendo cara a cara en este terreno con los licenciados en humanidades. Pero no aprende nada, nada, que pueda servir para ayudar a nadie. Lo cual es terrible. Porque la gente necesita ayuda. Y la facultad de psicología es donde la sociedad espera que se formen las personas que han de dar esa ayuda.

Dave Chappelle señala que este año nos hemos visto forzados a tener una crisis individual, de forma colectiva. Durante el confinamiento, todos, de manera simultánea, hemos tenido que revaluar nuestras vidas, quienes somos, donde vivimos, que es lo que hacemos, y con quién lo hacemos. Mucho sufrimiento. Mucho trabajo por hacer. Ojalá todas esas personas encuentren consuelo. 

Extinción.

El cómico y apóstata de la izquierda Dave Rubin cuenta en su último libro, que salió del armario el día antes del atentado de las torres gemelas, y esto le llevo a pensar automáticamente que la culpa del atentado la había tenido él. Llevaba bastante tiempo queriendo hablar del trastorno obsesivo compulsivo, y esta pequeña historia es un buen punto de partida.

Hay un componente supersticioso, mágico, en este comportamiento. Su inicio puede encontrase en los juegos tontos de los niños, por ejemplo, el de no pisar las rayas del pavimento en la calle. Una mente hiperactiva preadolescente hace un montón de cosas que no tienen mucho sentido. Su cerebro todavía no está formado del todo, y su pensamiento está abandonando el mundo de lo mágico poco a poco. La mayoría de los niños superan este juego sin mucha dificultad.

Pero ahora imagina un niño que se lo toma un poquito más en serio que el resto. No mucho más, solo un poquito más. Un niño un poquito más neurótico que la media, que ha pisado una raya mal en el pavimento al volver del colegio. No le ha dado mucha importancia, pero el fallo ha quedado registrado en su conciencia. Imagina que ese niño, al llegar a casa, descubre con que sus padres están teniendo una gran pelea. Sin entenderlo bien, incluso sin llegar a pensarlo explícitamente, puede que interiorice que su fallo en el juego ha tenido que ver con el posible colapso de su núcleo familiar. Parece difícil de creer, pero estamos hablando de la mente mágica de un niño preadolescente.

Y ahora es cuando entra la parte conductual del asunto. La parte mecánica. El niño empieza a establecer relaciones causales entre su comportamiento, y lo que pasa a continuación . Y él hace un montón de cosas todo el rato. Y después pasan un montón de cosas todo el rato. Empieza a hacer asociaciones. Por lo que empieza a crear sus reglas. Comienza incorporar más y más rutinas, intentando anticiparse al futuro. Empieza a vislumbrarse un patrón de conductas, una serie de reglas. Es ahora cuando el trastorno obsesivo compulsivo empieza a asentarse en él.

Por fortuna, la mecánica del TOC es una de las pocas cosas que la psicología ha conseguido explicar de manera satisfactoria (aunque las causas subyacentes a él convienen ser tratadas indepentemente). Esta mecánica es la siguiente: una regla se ha establecido, siguiendo con el ejemplo, para que no haya peleas en casa: tengo que encender y apagar la luz del recibidor dos veces al entrar. Un simple juego. Ahora llegamos a la parte crítica: imaginemos que un día al volver del colegio, el niño no realiza ese acto y se sienta directamente a ver la tele. Entonces recordará su olvido, y sentirá cierta ansiedad. Miedo. Sentirá que puede pasar algo malo si no se levanta y hace su pequeño ritual. No es gran cosa, solo una pequeña molestia en la parte de atrás de su mente. Entonces, vuelve al recibidor, y enciende y apaga la luz dos veces. ¿Y qué es lo que siente ahora? Relajación. Algo bueno. Se ha quedado tranquilo. A su miedo (obsesión) ha seguido la realización de una conducta (compulsión), que le ha aliviado.

Esta es la putada: cada vez va a más. Cada vez es mayor el miedo, y la obsesión antes de realizar esa conducta, y cada vez es mayor el pequeño alivio que sigue a su realización. Y no solo eso, las conductas se empiezan a multiplicar. Y esto suele suceder bastante antes de que el niño llegue a adulto, dándose la circunstancia de que una persona perfectamente normal reciba la madurez con un conjunto de conductas obsesivas-compulsivas instaladas en sí mismo, como si de un virus troyano se tratase. 

Afortunadamente, como digo, hay una solución. Se llama extinción. Identificar el nacimiento de la conducta obsesiva (un pensamiento), y conscientemente no llevar a cabo la compulsión. Dejar de hacerlo. Serrar el guión que une lo obsesivo con lo compulsivo. Aguantar el pequeño chaparrón. Sentir la ansiedad. Arriesgarse a “que pase lo que tenga que pasar “ aunque uno no haga lo que lleva décadas haciendo. Así se va debilitando poco a poco la pesada inercia que arrastramos, construida a través de los años en cada bucle de obsesión-compulsión. Con la extinción irá debilitándose cada vez más este enlace, hasta desparecer.

No es simple, pero conocer el esquema que rige este comportamiento, este sufrimiento, es clave. Hay que identificar, las decenas, cientos de veces al día en las que nuestro cuerpo quiere hacer algo que mecánicamente lleva haciendo años de manera casi automática. Detectarlas, y soportar el aluvión de pensamientos fatalistas, ansiedad y malestar. Y entonces no hacer la cosa única cosa que sabemos que acaba con esa ansiedad. Es intenso, y es duro, pero es un camino con un final feliz. Cada día, cada vez, cientos de veces al día. Y efectivamente, con el tiempo todos esos comportamientos, todas esas obsesiones, o por lo menos la mayoría, desaparecen.

He conocido a muchas personas con Transtorno Obsesivo Compulsivo que lo superaron en soledad, y con mucho valor, sin tener idea alguna de lo que estaba pasando en sus vidas. Qué coño, yo mismo. Ellos, nosotros, no tenían (no teníamos) ni idea de lo que pasaba. El término TOC no comenzó a ser popular hasta el siglo XXI, y aún la mecánica del trastorno sigue siendo poco conocida hoy en día. 

La gente que tiene TOC parece que está absolutamente loca, pero, sin negar que haya problemas subyacentes, y sin negar también que el TOC puede convivir con otras patologías mentales, el asunto es más comprensible de lo que parece. 

Por supuesto hay varios tipos, fantásticamente descritos en el libro “Venza sus obsesiones” de Edna Foa y Reid Wilson, para el que quiera una lectura más extensa y comprensiva.  

Y no sé si Dave Rubin tiene o ha tenido TOC, pero ese tipo de pensamiento culpable supersticioso del comienzo me pareció bastante indicativo del tipo de pensamiento mágico que suele desencadenar estos molestos trastornos. Aunque, por otro lado, sí que es verdad que las Torres Gemelas fueron derribadas a consecuencia de que Dave Rubin proclamase su preferencia por los penes. Pero de eso hablaré otro día.

Los minutos de la basura

Quizás ha llegado el momento de que explique a qué me refiero yo con “los minutos de la basura”. Siento la calma anterior a la tormenta, y es un estado muy agradable.

Los minutos de la basura es una expresión que se usa en baloncesto. Se refiere a el periodo de tiempo al final del partido que hay que jugar, cuando el partido está decidido. Suelen ser un par de minutos, que en baloncesto, debido a que no se juega a tiempo corrido, pueden resultar una eternidad. 

Un equipo va a ganar, y no hay tiempo material para que el otro le dé la vuelta al resultado. Y aún así hay que jugar el partido, no pueden irse a casa. Hay que jugar esos minutos, pero son redundantes, molestos y aburridos. El equipo ganador no quiere jugarlos, porque ya han ganado. El equipo perdedor tampoco quiere estar allí, con más razón todavía. Los árbitros no quieren arbitrar. Los espectadores tampoco quieren estar allí. La gente en casa no quiere verlos. Y sin embargo, hay que jugarlos.

Y esto solo pasa en baloncesto. No pasa en fútbol, porque anotar, en este caso un gol, es un evento tan inusual (quizás pasa dos o tres veces por partido, a veces ninguna) que la posibilidad de que el delantero marque otra vez siempre es motivo de interés y euforia (o fastidio, según el bando). Pero no en el baloncesto. Todo el mundo está empachado de canastas, rebotes y faltas personales. Nadie quiere más. Pero ahí están atrapados todos, espectadores, jugadores, árbitro y televidentes, en los minutos de la basura.

Bien, eso es lo que pienso que es mi generación. Somos la generación de los minutos de la basura. Me refiero a los nacidos a finales de los setenta y principios de los ochenta. Demasiado pequeños para ser Generación X ( que son los nacidos aproximadamente entre 1960 y 1975), demasiado mayores para ser milenials (hay varias discusiones sobre cuando empiezan, pero digamos que partir del 87, siendo generosos), hemos sido la última generación en experimentar lo analógico, y la primera en sentirse perdidos ante lo digital. 

Somos la generación que sintió vértigo con el paso del walkman al discman, y que ahora ya no sabe por dónde le vienen las hostias. Nos formamos en una escuela que no nos preparó para ninguna de las profesiones que importan ahora, porque no existían, nos educamos en unos valores que han quedado obsoletos. La primera generación en acudir al psicólogo en masa. La primera generación de padres divorciados. La generación inauguró su etapa adulta con una crisis económica que la ha dejado lastrada permanentemente. La generación bisagra entre un pasado que ya no existe, y un futuro que está por construir. Las estructuras, verdades, relaciones, e instituciones con las que crecimos se desvanecen a nuestro alrededor. Las nuevas, están por crear. Y nosotros estamos en medio. 

Y lo peor de todo es que ni siquiera sabemos que existimos. Somos tan insignificantes que no tenemos ni nombre, atrapados entre la glamuroso hastío de la Generación X, y el molesto desparpajo de los milenials, somos un engendro de niños bien educados y callados, llamados a comerse el mundo, y que luego se comieron una crisis de ladrillos corruptos, hipotecas fáciles y antidepresivos. Arrinconados en el rincón de la historia, como castigados, vivimos en un miasma de significados cuánticos y relativismo moral. Antes del pre. Después del post.

Nuestra única esperanza es crear nuestra propia épica, pero como ni siquiera sabemos que existimos, fallamos. Nos hemos acostumbrado a aceptar que nuestra única salida es dejarnos arrastrar por el sumidero de la historia, con la única esperanza de que la caída no sea demasiado dolorosa. Si Dios quiere, podremos sonreír en el último segundo. Y solo así, entonces, algunos sentiremos que todo ha valido la pena. 

La madre del cordero.

No hay nada que me parezca más capitalista, materialista, cruel y lesivo para las mujeres que el famoso debate de la «brecha salarial». Es increíble que este mito, que es el sueño húmedo del neoliberalismo, esté siendo propagado por la izquierda más izquierdosa, por el feminismo más militante. Es como si los sionistas hubieran convencido a los niños de la franja de Cisjordania para que vayan diciendo por ahí que los checkpoints que tienen que sufrir, son de hecho una idea cojonuda.

La brecha salarial no existe. Espera, empiezo mal. Sí existe, pero no es lo que te han contado. Si sumas lo que ganan todos los hombres por un lado, y lo que ganan las mujeres por otro, y haces la media, sale que los hombres ganan más que las mujeres, un 15%, más o menos. ¿Y por qué es eso? Hay varios factores, pero básicamente, se debe a que las decisiones que toman ambos grupos, en promedio, son distintas. 

Dejemos esto claro: no es legal que una persona cobre distinto que otra por el mismo trabajo. En ningún nivel de la escala laboral. Si usted conoce algún caso, vaya a una comisaría, porque si no lo hace, estaría encubriendo un delito. Pero usted no conoce ningún caso. 

Los hombres y las mujeres eligen cosas distintas, y esto es lo que crea la diferencia. Por ejemplo, una mujer después de dar a luz, puede elegir que en vez de trabajar en un call center vendiendo fibra óptica más móvil por 39´95 € al mes sin permanencia, 40 horas a la semana, pasar a trabajar 20 horas a la semana, y ver crecer a su hijo. Y es perfectamente comprensible. Pudiendo elegir, ¿quién querría lo contrario?.

Al hablar de la brecha salarial, todos pensamos automáticamente en mujeres astronautas, o mujeres directivas de empresas del IBEX 35, pero nadie piensa en vender fibra de 300 MB + llamadas ilimitadas por 39´95 desde un polígono de perdido de la mano de Dios en Alcorcón. Entre hacerlo 40 horas, o hacerlo 20, hay una diferencia de exactamente la mitad del dinero en la nómina a fin de mes. Ahí radica la brecha salarial. 

Porque la brecha salarial, es, entre otras cosas, una brecha de horas trabajadas. El 90% de excelencias y reducciones de jornada para el cuidado de familiares fueron solicitadas por mujeres. Y esto puede parecer una fatal imposición. O no, según te pille. Yo solo sé que los hombres no tienen esa opción. 

Y nunca la tendrán, porque un hombre con esa mentalidad, raramente será elegido por una mujer. Para las mujeres, el estatus laboral de un hombre es bastante importante. El 80% de las mujeres no saldría con un hombre desempleado. Esto no sucede al revés, y me cuesta pensar que es porque de pequeños nos daban pistolas para jugar en vez de muñecas. El dato mata el relato, como dicen ahora.

Estas diferencias a la hora de elegir también se muestran en los trabajos especializados, como explica el economista Thomas Sowell. Las mujeres, en general, no eligen profesiones relacionadas con la tecnología, porque, además de ser un coñazo insoportable, se actualizan tan rápido que el parón post-parto implicaría quedar desfasada. Fuera de juego. Sin embargo la dermatología, la odontología, el trabajo social, la historia de arte o el magisterio, van a estar más o menos igual ahora, y dentro de dos años. Claro, las profesiones que implican estar regenerándose cada diez minutos, pagan más.

Los hombres a su vez realizan todos los trabajos peligrosos (y no los hacen por gusto). Estas profesiones se llevan a la tumba cada año a 450 hombres en nuestro país. Por no hablar de los quemados, mutilados o paralíticos.  Claro, pagan más. Pero no voy a hablar mucho de esto, porque a estas alturas del artículo, ya parece que hay dos bandos, y yo estoy en uno de ellos. Y yo no estoy en ningún bando, ni lo quiero estar. Todos las personas que me rodean son mis hermanos y hermanas. O mis enemigos y enemigas, que conspiran juntos para matarme. Según el día. 

Porque esta lógica lleva a pensar que yo de alguna forma comparto mérito con aquellos hombres que hacen esos trabajos tan duros, cuando lo más peligroso a lo que me enfrento yo en mi jornada laboral es la posibilidad tropezarme con mi propia estupidez. Pero es que esta lógica de pensar grupos, en vez de en personas, no la he empezado yo. El problema político ante el que nos encontramos, no radica tanto en los contenidos del discurso, sino en la manera de pensar. Nos hemos olvidado de las personas. Ahora pensamos en términos de colectivos. Y esa fiesta acaba siempre mal.

Entonces llegan los cuidados. La madre del cordero. Dicen “no, es que cuidar a tu hijo es un trabajo”. Vale, te lo compro. Hay una forma de cuantificarlo: dejar que lo cuide otra persona. “Pero es que entre lo que cobro yo, y lo que le pagaría a esa persona no hay mucha diferencia”. Sí, si que la hay. Es la diferencia de la brecha salarial. Y esa diferencia no compensa perderte a tu hijo, verle media hora en la cena al final del día, como mi padre nos ha visto crecer a mi hermano y a mí. De refilón. Francamente, es una puta mierda. No sé quién querría eso.

Y cuidar a un hijo es duro. Lo es. Solo presenciarlo me hace recurrir a la bebida y el lexatín. Una vez me fui de vacaciones con una amiga que tenía una hija, y al volver, pedí perdón a mi madre por haber nacido, y le di las gracias por no haberme matado. “Lo intenté” dijo mi madre, “pero no dejabas de rebotar contra el suelo».

El derecho a la vida.

¡Ja! Te he engañado. Menudo tonto eres. Pensabas que venías aquí a leer la enésima inútil reflexión sobre el aborto. Pero no. Esto va de otra cosa. A mí el aborto me la suda. Lo que acabas de vivir es la contribución más importante del periodismo en los últimos diez años, y que será el símbolo de su completa destrucción: el clickbait.

Pero bueno, todos a veces nos tomamos una caña, sin ser por ello unos borrachos, o decidimos los turnos del descanso a cara o cruz, sin ser por ello unos ludópatas degenerados. Yo te he traído hasta aquí con el chantaje, para hablar de una contradicción que me asalta de cuando en cuando, y que creo que es la clave de todo. 

El problema, es que yo creo saber cual es la clave de todo cada 48 horas. Por eso me hice este blog, que en un principio se quería haber llamado “La triste vida del hombre multi-epifánico”. Porque al igual que las afortunadas mujeres multiorgásmicas, que pueden disfrutar muchas veces de lo que a todos se nos permite solo una, yo tengo epifanías constantes, que me asaltan y se apoderan de mí con una periodicidad predecible. 

La que nos atañe hoy es la siguiente: estoy convencido de que dentro de nosotros hay una creencia previa a todas las demás, y que esta convicción primitiva es la fuente de todo el malestar. Esta creencia no es genética, sino que vino dada con la modernidad. La creencia en cuestión es aquella que dice que somos merecedores de una buena vida. Esa pequeña diva que vive dentro de nosotros, y dice “yo, yo, yo”. Como una María Callas indignada porque las flores del camerino no son de su gusto, el hombre moderno se diferencia del campesino medieval en que nosotros damos por hecho que merecemos cosas por defecto. Cosas como la felicidad, o una buena vida. 

Entendedme bien: yo no hablo de renunciar a todo, y vestirse con cilicio y ceniza. Yo no hablo de dejar de aceptar una buena vida, solo digo que solo digo que exigirla es la clave de la angustia que nos carcome. No hablo de dejar de tener planes o disfrutar de todo lo que el destino, nuestro talento, o la suerte nos brinden, solo de dejar de pensar que son nuestro derecho. Solo te invito a descubrir la libertad, la relajación, el alivio que sigue a la afirmación de que no merecemos  gran cosa.  Es un ejercicio mental increíblemente sano.

Porque hay una creencia más arraigada todavía que esta que acabo de describir: la de que nuestro sufrimiento nos dará lo que queremos. Así como el niño que llora, consiguiendo con ello que la madre le dé la teta, nosotros pensamos que nuestra soledad, frustraciones laborales o problemas de imagen se solucionarán mágicamente si sufrimos por ello. Nada más lejos de la verdad. Las cosas se harán a su debido tiempo, y se resolverán solas, o no lo harán. Pero nuestro sufrimiento no las compra. 

Tú no tienes derecho a una buena vida. Tú tienes derecho a vivir tranquilo. Pero tu creencia de que tienes derecho a una buena vida, te impide vivir tranquilo. Eso es lo que creo. Hasta pasado mañana, que creeré otra cosa. 

Mascotas geniales.

A los pocos años de esto de internet, en medio de la euforia y la fascinación por todo, me quejé de que era cierto que uno hablaba mucho con gente afín y maravillosa, pero que esas comunicaciones virtuales no parecían concretarse luego en amistades reales. El pronosticable aumento de las relaciones sociales a través de todas esas nuevas posibilidades de comunicación no se concretaba. Yo pensaba que en Silicon Valley estarían trabajando en ello, y que pronto solucionarían este pequeño fallo en el sistema. 

Ahora, ya inmersos en redes sociales y smartphones, estoy convencido de que no es que las redes sociales no hayan conseguido atenuar la soledad, sino que, mas al contrario, la fomentan. Este es mi argumento: las redes sociales hacen que no te sientas solo, y poco a poco, te vas quedando solo. Como con la comida que tomamos los gordos para engañar el hambre, leer unos comentarios divertidos en un vídeo que te ha gustado en YouTube, ojear de qué presumen tus conocidos en Instagram y darles falso feedback, o intercambiar anécdotas sobre lo acaecido en la jornada laboral con un compañero de trabajo por WhatsApp, sirven para matar el hambre de contacto humano. Si no tuviéramos eso, tendríamos que llamar a un amigo del barrio y quedar a tomar un café con él. Pero como tenemos eso, no lo hacemos. Y el tiempo pasa, y entre likes, audios de minuto y medio, y emoticonos, uno va abdicando de las personas reales. 

De todas las distopías formuladas en los últimos diez años, en la que más fanáticamente creo es en la formulada en la película Her (Spike Jonze, 2013). En ella, Joaquín Phoneix tiene una relación sentimental con la última actualización de su sistema operativo. Si os parece una premisa chorra (a todos nos lo pareció en su momento), os sorprenderá comprobar lo bien ejecutada que está, y el dramatismo que logra construir. 

Este post continua de alguna forma el anterior sobre mi vecina Nora. No queremos compromiso alguno, la interacción social cada vez nos resulta más incómoda, y la tensión política hace que no queramos enfrentarnos a nadie que no nos la razón en todo. Pero la soledad no deja de comernos las entrañas. 

Hay una canción preciosa de Porno For Pyros. Se llama “Pets”, tiene casi treinta años, y siempre me pareció extrañamente profética. El cantante narra en los versos el fin del mundo, pero el estribillo ofrece la solución “crearemos unas mascotas maravillosas”. Siri, Alexa, Cortana. Daros prisa. Haceos nuestra amigas. Salvadnos de la gente. 

Nora´s blues.

El otro día me encontré a una antigua vecina. Tiene ya dos mil o tres mil años. Dice que echa mucho de menos a mi madre. Es extraño, porque nos fuimos de esa casa hace 25 años. Le pregunté por la familia que vive en nuestro antiguo hogar desde hace una década, y me dijo que eran majos, pero furtivos. No conocía sus nombres. Me extrañó que en diez años puerta con puerta, no hubieran tenido tiempo de intercambiar información tan básica. 

Las piezas encajan, no obstante. En mi bloque parece que no vive nadie. Solo yo. Rara vez me cruzo con algún vecino, y las conversaciones sobre el tiempo en el ascensor de antaño han desaparecido, considerándose ahora de una intimidad desproporcionada. Gracias a Dios, el Covid-19 ha llegado, y ya no tenemos que fingir que abrimos el buzón para no coincidir en el ascensor: la nueva norma es que hay que subir de uno en uno. Con el tiempo, yo también me he acostumbrado a mirar por la mirilla antes de salir de casa, porque donde fueras, haz lo que vieras.

Es extraño hablar de los valores comunitarios en estos tiempos en los que no queremos saber nada los unos de los otros. Y tal vez sea mejor así. No tengo ni idea. La gente se queja de estar sola, y a la vez no quiere hablar con nadie. Queremos que nos hagan caso, pero no queremos compromiso alguno. La izquierda delira sobre valores comunitarios online, pero en la vida real no son capaces ni de hacer contacto visual.

El único profesor carismático que tuve en toda la carrera, que para mi desgracia era marxista, nos hacía preguntarnos para qué hacia falta que tuviésemos objetos que se usan muy de vez en cuando, como un taladro, si podíamos compartir uno entre todos los vecinos del edificio. Pues estimado profesor: porque preferimos gastar dos mil euros en Leroy Merlin antes que tener que hablar con nadie. Espero que se encuentre usted bien. 

Ese es parte del éxito de las tiendas regentadas por chinos, conocidas popularmente, como chinos. No solo radica en que trabajen tanto, sino en el claro compromiso confuciano (o maoísta, qué se yo, de algún sitio tendrá que venir) de no intercambiar información alguna con los clientes. Porque uno deja de tener ganas de comer pisto, si descubre que le falta calabacín, y que para conseguir uno tiene que enterarse de como está toda la familia política del propietario del economato de toda la vida. Mejor descongelar un filete.

Pero yo creo que no es el capitalismo, es simplemente la vida urbana. Hace poco, estaba cortándome el pelo donde mi peluquero marroquí, y por hablar de algo, le comenté lo animado que me parecía ese barrio, ya que cada poco tiempo pasaba alguien simplemente a saludarle. Para mi sorpresa, me dio una clave en la que no había reparado: todos esos afables vecinos eran de la generación de nuestros padres, que había venido del pueblo, en los 70 (extremeños, segovianos, andaluces) y todavía conservaban una extroversión impropia de la urbe.

Así que es la ciudad la que nos mata. Y como nosotros somos la ciudad, somos a la vez víctima, y verdugo.  Qué complicado.

No va a quedar ni Peter

El Principio de Peter es una teoría cómico-sociológica formulada en los setenta por el pedagogo Lawrence J. Peter, que pretende explicar por qué las organizaciones funcionan mal. Yo pienso en ella todos los días, por lo que para mí no tiene nada de cómico. 

Postula que una persona irá avanzando en una organización hasta ser ascendida para hacer algo de lo que es incapaz, y ahí se quedará, gangrenando la organización, siendo ineficiente y causando sufrimiento a todos los que dirige. Se puede explicar de la siguiente forma:  a una persona se le da bien hacer la tarea que le han encargado, y debido a ello, le propondrán hacer otra, de mayor responsabilidad y mejor remunerada, que no tiene mucho que ver con la que estaba llevando a cabo. Si hace bien esa también, con el tiempo, le propondrán hacer otra, de mayor responsabilidad todavía, para la cual no había mostrado aptitud o actitud alguna hasta el momento. Así irá subiendo una escalera de actividades distintas y mejores sueldos, hasta llegar a una actividad que hace mal, y en la que permanecerá el resto de su carrera, lo que esta teoría denomina el nivel máximo de incompetencia

Por ejemplo, imagine que usted trabaja en una hamburguesería, y se le da bien ser empleado. Limpia ferozmente, y es excelente en el trato con los clientes. Entonces, puede que usted promocione a encargado, cosa para la que su ocupación en la empresa hasta ese momento no había demostrado aptitud alguna. Si la suerte quiere que además de hacer bien las tareas que hacía antes, también sea competente en la gestión del personal a pequeña escala, y la asunción de responsabilidades  ante los clientes, sus superiores le ascenderán a gerente, cosa para la que a su vez, no ha demostrado tener experiencia o aptitud alguna. Así que está ahí usted, con los dineros y los pedidos, como un banquero de pacotilla. Si lo hace bien, seguirá ascendiendo, hasta que llegue a la cosa que no sabe hacer bien, y ahí se quedará, haciendo infelices a todas las personas que tenga a su mando. 

Pero creo que este ejemplo no se entiende bien. A ver, voy a intentarlo otra vez. Imagina que eres una joven madrileña licenciada en periodismo. Como estás afiliada al PP desde pequeñita, consigues entrar en el departamento de prensa, donde lo haces tan bien, que consigues ganarte la confianza de la jefaza, que te hace responsable del twitter de su perro. Y a lo mejor era eso lo que se te daba bien. Esa era tu vocación en la vida. Imaginar que pensaría un perro palaciego, al que su dueña da patadas cuando nadie mira, y plasmar sus sentimientos en pequeñas frases de un máximo de 140 caracteres (entonces). Pero la absurda lógica organizacional te fuerza a abandonar tu verdadero vocación, y la otra jefa que hay, que en realidad es menos jefa, y un poco cleptómana, te hace directora de la campaña on-line a las elecciones del 2015. Quizás esa era tu verdadera vocación, jefa de campaña. Pero aplicando el Principio de Peter, en vez de dejarte tranquila haciendo lo que se te da bien, se piensa en ti para candidata a la presidencia en 2019. Y eres tan buena campañeando (nuevo verbo), pronuncias tan bien las palabras y sales tan bien en los carteles, que ganas las elecciones. Así que ahora eres presidenta de una comunidad de 7 millones de habitantes, puesto para que hasta el momento no habías demostrado capacidad alguna. Y efectivamente, lo haces como el culo: has alcanzado tu nivel de incompetencia máxima. Y ahora nosotros vamos a morir. 

Abrid las fosas.

Abrid las fosas. Y mirad dentro. Mirad con atención. Cuanto antes. Retransmitidlo todo en directo. Que veamos nosotros también lo que hay dentro de las fosas, pero sobre todo, que veamos nosotros como miráis vosotros dentro de ellas. 

Un entierro digno es un acto de justicia solamente para los familiares de los muertos. No queda vivo nadie a quien se pueda culpar de esas atrocidades. Para los demás, es una oportunidad para aprender quienes somos de verdad. Cual es nuestro potencial de odio y destrucción. Nos muestran de qué somos capaces si nos dejamos llevar.

Y yo quiero que vayan los políticos de todos los partidos vayan a aprender. Es su deber. Desde el ministro y los portavoces de los grupos parlamentarios, a los concejales de los pueblos en los que estén enterrados esos desgraciados. Esos cadáveres agujereados y podridos, enterrados de forma indigna, apilados los unos sobre los otros en el barro, tienen algo que contarnos. Son nuestra sombra, que diría Jung. 

Mirad cómo se hablan entre ellos en el Congreso. Mirad con que odio, contenido y sin contener, con qué cinismo. Es un rencor inexplicable, como si fuese genético. Mirad cómo discuten los periodistas en el plató, echando espuma por la boca. ¿Creéis que no somos capaces de volver a matarnos, pueblo a pueblo, barrio a barrio?

Tanto la izquierda como la derecha están enfocando mal este asunto, y van a dejar escapar esta oportunidad. La izquierda, incapaz de implementar su modelo económico, ha decidido colonizar nuestros sentimientos. La derecha siente que le van a echar la culpa de algo y tiene miedo. Van a dejar escapar una valiosa oportunidad de terapia de pareja, que evite el otro divorcio entre las dos españas de los cojones. No queremos otra guerra, aunque sea por no tener que aguantar ochenta años de películas sobre ella.  

No queda nadie vivo responsable de lo que pasó entonces. Sí, ya sé que Franco le regaló la Play 4 al padre de Espinosa de los Monteros, y que Villar Mir hacía trampas al Monopoly. Qué más da. Podría haber sido peor. No hay cosa que más me joda que escuchar a la gente de mi edad criticar la Transición. Gracias a ella, crecieron en paz jugando al balón en la plaza. Mirad lo bien que les ha salido la transición a los sirios, o a los libios. Mis primas sirias no encuentran chicos con los que casarse. Hay escasez de solteros en Aleppo. Murieron todos en la guerra.  

Así que abrid las fosas y aprended, que os creéis que lo sabéis todo y no tenéis ni puta idea de nada. Y una vez que hayáis aprendido, no cerréis las fosas. Qué en algún sitio habrá que meter a los muertos por el covid.