Extinción.

El cómico y apóstata de la izquierda Dave Rubin cuenta en su último libro, que salió del armario el día antes del atentado de las torres gemelas, y esto le llevo a pensar automáticamente que la culpa del atentado la había tenido él. Llevaba bastante tiempo queriendo hablar del trastorno obsesivo compulsivo, y esta pequeña historia es un buen punto de partida.

Hay un componente supersticioso, mágico, en este comportamiento. Su inicio puede encontrase en los juegos tontos de los niños, por ejemplo, el de no pisar las rayas del pavimento en la calle. Una mente hiperactiva preadolescente hace un montón de cosas que no tienen mucho sentido. Su cerebro todavía no está formado del todo, y su pensamiento está abandonando el mundo de lo mágico poco a poco. La mayoría de los niños superan este juego sin mucha dificultad.

Pero ahora imagina un niño que se lo toma un poquito más en serio que el resto. No mucho más, solo un poquito más. Un niño un poquito más neurótico que la media, que ha pisado una raya mal en el pavimento al volver del colegio. No le ha dado mucha importancia, pero el fallo ha quedado registrado en su conciencia. Imagina que ese niño, al llegar a casa, descubre con que sus padres están teniendo una gran pelea. Sin entenderlo bien, incluso sin llegar a pensarlo explícitamente, puede que interiorice que su fallo en el juego ha tenido que ver con el posible colapso de su núcleo familiar. Parece difícil de creer, pero estamos hablando de la mente mágica de un niño preadolescente.

Y ahora es cuando entra la parte conductual del asunto. La parte mecánica. El niño empieza a establecer relaciones causales entre su comportamiento, y lo que pasa a continuación . Y él hace un montón de cosas todo el rato. Y después pasan un montón de cosas todo el rato. Empieza a hacer asociaciones. Por lo que empieza a crear sus reglas. Comienza incorporar más y más rutinas, intentando anticiparse al futuro. Empieza a vislumbrarse un patrón de conductas, una serie de reglas. Es ahora cuando el trastorno obsesivo compulsivo empieza a asentarse en él.

Por fortuna, la mecánica del TOC es una de las pocas cosas que la psicología ha conseguido explicar de manera satisfactoria (aunque las causas subyacentes a él convienen ser tratadas indepentemente). Esta mecánica es la siguiente: una regla se ha establecido, siguiendo con el ejemplo, para que no haya peleas en casa: tengo que encender y apagar la luz del recibidor dos veces al entrar. Un simple juego. Ahora llegamos a la parte crítica: imaginemos que un día al volver del colegio, el niño no realiza ese acto y se sienta directamente a ver la tele. Entonces recordará su olvido, y sentirá cierta ansiedad. Miedo. Sentirá que puede pasar algo malo si no se levanta y hace su pequeño ritual. No es gran cosa, solo una pequeña molestia en la parte de atrás de su mente. Entonces, vuelve al recibidor, y enciende y apaga la luz dos veces. ¿Y qué es lo que siente ahora? Relajación. Algo bueno. Se ha quedado tranquilo. A su miedo (obsesión) ha seguido la realización de una conducta (compulsión), que le ha aliviado.

Esta es la putada: cada vez va a más. Cada vez es mayor el miedo, y la obsesión antes de realizar esa conducta, y cada vez es mayor el pequeño alivio que sigue a su realización. Y no solo eso, las conductas se empiezan a multiplicar. Y esto suele suceder bastante antes de que el niño llegue a adulto, dándose la circunstancia de que una persona perfectamente normal reciba la madurez con un conjunto de conductas obsesivas-compulsivas instaladas en sí mismo, como si de un virus troyano se tratase. 

Afortunadamente, como digo, hay una solución. Se llama extinción. Identificar el nacimiento de la conducta obsesiva (un pensamiento), y conscientemente no llevar a cabo la compulsión. Dejar de hacerlo. Serrar el guión que une lo obsesivo con lo compulsivo. Aguantar el pequeño chaparrón. Sentir la ansiedad. Arriesgarse a “que pase lo que tenga que pasar “ aunque uno no haga lo que lleva décadas haciendo. Así se va debilitando poco a poco la pesada inercia que arrastramos, construida a través de los años en cada bucle de obsesión-compulsión. Con la extinción irá debilitándose cada vez más este enlace, hasta desparecer.

No es simple, pero conocer el esquema que rige este comportamiento, este sufrimiento, es clave. Hay que identificar, las decenas, cientos de veces al día en las que nuestro cuerpo quiere hacer algo que mecánicamente lleva haciendo años de manera casi automática. Detectarlas, y soportar el aluvión de pensamientos fatalistas, ansiedad y malestar. Y entonces no hacer la cosa única cosa que sabemos que acaba con esa ansiedad. Es intenso, y es duro, pero es un camino con un final feliz. Cada día, cada vez, cientos de veces al día. Y efectivamente, con el tiempo todos esos comportamientos, todas esas obsesiones, o por lo menos la mayoría, desaparecen.

He conocido a muchas personas con Transtorno Obsesivo Compulsivo que lo superaron en soledad, y con mucho valor, sin tener idea alguna de lo que estaba pasando en sus vidas. Qué coño, yo mismo. Ellos, nosotros, no tenían (no teníamos) ni idea de lo que pasaba. El término TOC no comenzó a ser popular hasta el siglo XXI, y aún la mecánica del trastorno sigue siendo poco conocida hoy en día. 

La gente que tiene TOC parece que está absolutamente loca, pero, sin negar que haya problemas subyacentes, y sin negar también que el TOC puede convivir con otras patologías mentales, el asunto es más comprensible de lo que parece. 

Por supuesto hay varios tipos, fantásticamente descritos en el libro “Venza sus obsesiones” de Edna Foa y Reid Wilson, para el que quiera una lectura más extensa y comprensiva.  

Y no sé si Dave Rubin tiene o ha tenido TOC, pero ese tipo de pensamiento culpable supersticioso del comienzo me pareció bastante indicativo del tipo de pensamiento mágico que suele desencadenar estos molestos trastornos. Aunque, por otro lado, sí que es verdad que las Torres Gemelas fueron derribadas a consecuencia de que Dave Rubin proclamase su preferencia por los penes. Pero de eso hablaré otro día.

¿Hemos ganado?

Cuando yo era pequeño, me gustaba mucho el fútbol. Al ganar mi equipo, mi hermano y yo nos poníamos locos de contentos. Mi padre, que también estaba contento porque compartía afición, acostumbraba a decirnos, un poco para que nos calmásemos, y un poco por joder: “Bueno, ¿y ahora qué? ¿te van a pagar el alquiler?”. Yo no decía nada, porque no entendía a qué se refería. Solo pensaba “tengo ocho años, no puedo pensar ahora en cómo pagar el alquiler”. Por aquel entonces, mis problemas eran los problemas de Goku.

Pero tenía razón. Es un poco primitivo eso de identificarse con la victoria de la que uno solo ha sido espectador, con un triunfo por el que uno no ha sufrido, del que no ha participado, si acaso con una breve adhesión mental. Es una forma de tribalismo que está consentida en la sociedad, un poco para que nos desfoguemos, y también para que los niños se entretengan y dejen de joder un rato. Una rémora de un pasado en el que nuestra tribu era nuestro mundo, y te podías morir de un catarro. Pero sobre todo, la muerte tenía una cara: la de los otros. Los que no eran de nuestra tribu.

Esta identificación, en personas que creen ser más cultas, persiste en la política. Aunque si lo piensas, idealmente, en una democracia, no deberíamos de identificarnos con ningún partido político. Uno sigue la actualidad, y llegado el momento de votar, al alcalde, o al presidente, toma una decisión desapasionada en función el desempeño pasado, la competencia del fulano, o sus propuestas de futuro. Eso de ser de un partido, la identificación ideológica, (votar a los tuyos aunque lo hagan mal, u odiar a los otros aunque lo hagan bien) es bastante contrario a la lógica de la democracia. Pero bueno, vamos tirando como podemos.

No obstante el pensamiento tribalista está pegando con fuerza en 2020, y no precisamente en el fondo sur del Santiago Bernabéu, o en la Calle Génova. Es en los departamentos de las universidades que imparten las carreras que no dan trabajo, donde se han fraguado estos bollos que ahora tenemos que desayunar todas las mañanas. Han conseguido imponer una forma de análisis basada en grupos, que analicemos cada conflicto como una confrontación de bloques (o clusters, como decía el otro día un médico en La Sexta, para confusión del 90% de la audiencia). 

Yo en este caso, soy hombre. Y heterosexual, creo. Y moro, supongo. Sin haber elegido ninguna de esas cosas, y sintiendo desde pequeño bastante animadversión hacia el pack que me ha tocado, tengo que responder por los crímenes de mis semejantes. Qué cosas le exigen a uno. 

Pero no solo eso, en el extremo opuesto, mis compañeras de generación se muestran exaltadas, locas de alegría, al rememorar las vidas y hazañas de las mujeres valientes de la historia, como Madame Curie, Amelia Earhart, o Hady Lamarr . Y yo no salgo de mi asombro. Tanta intelectualidad les está volviendo primitivas, me digo. 

Porque es una lógica bastante anacrónica, que me recuerda a esas celebraciones psicóticas, desenfrenadas, que mi hermano y yo llevábamos en el largo pasillo de nuestra casa, cuando Hugo Sánchez metía gol, siendo nosotros un par de mierdecillas que no sabíamos hacer ni la voltereta celebradora. Cuando decíamos “hemos ganado” un buen día,  o “nos han robado”, si el árbitro nos la había jugado. 

Imaginad por un momento que yo viese un puente y dijese, joder, somos la polla los hombres, qué pedazo de puente. Madre mía. Qué bien hecho está. Yo, que sufro al intentar poner una chincheta en el corcho para sujetar una notita. Imagina ahora que paro el coche en el arcén de la M-45, y salto sobre la calzada de un tramo recién renovado chillando con los puños en alto «¡Qué bien asfaltado! ¡Qué firme!¡Qué buen trabajo!¡Inconmensurable!». O que voy al Prado y veo un cuadro de Rubens y digo, «¡Increíble, somos tremendos los hombres, madre mía que contornos más guapos, qué fuerza en el trazo!». Imagina que estando yo febril, el médico se dispone a pincharme la penicilina, y preso del calor interno y la euforia, al sentir la aguja, exclamo, «¡Viva Fleming, coño! ¡Los hombres somos la polla!». Me llevarían al psicólogo. (Como Freud, otro gran hombre, ¿ves? ¡es que somos increíbles los hombres!).

Nadie piensa así. Porque esa es la dirección de la evolución, dejar de pensar en colectivos, para pasar a pensar en valores e ideas que nos den cobijo a todos.

Y todas.

Los minutos de la basura

Quizás ha llegado el momento de que explique a qué me refiero yo con “los minutos de la basura”. Siento la calma anterior a la tormenta, y es un estado muy agradable.

Los minutos de la basura es una expresión que se usa en baloncesto. Se refiere a el periodo de tiempo al final del partido que hay que jugar, cuando el partido está decidido. Suelen ser un par de minutos, que en baloncesto, debido a que no se juega a tiempo corrido, pueden resultar una eternidad. 

Un equipo va a ganar, y no hay tiempo material para que el otro le dé la vuelta al resultado. Y aún así hay que jugar el partido, no pueden irse a casa. Hay que jugar esos minutos, pero son redundantes, molestos y aburridos. El equipo ganador no quiere jugarlos, porque ya han ganado. El equipo perdedor tampoco quiere estar allí, con más razón todavía. Los árbitros no quieren arbitrar. Los espectadores tampoco quieren estar allí. La gente en casa no quiere verlos. Y sin embargo, hay que jugarlos.

Y esto solo pasa en baloncesto. No pasa en fútbol, porque anotar, en este caso un gol, es un evento tan inusual (quizás pasa dos o tres veces por partido, a veces ninguna) que la posibilidad de que el delantero marque otra vez siempre es motivo de interés y euforia (o fastidio, según el bando). Pero no en el baloncesto. Todo el mundo está empachado de canastas, rebotes y faltas personales. Nadie quiere más. Pero ahí están atrapados todos, espectadores, jugadores, árbitro y televidentes, en los minutos de la basura.

Bien, eso es lo que pienso que es mi generación. Somos la generación de los minutos de la basura. Me refiero a los nacidos a finales de los setenta y principios de los ochenta. Demasiado pequeños para ser Generación X ( que son los nacidos aproximadamente entre 1960 y 1975), demasiado mayores para ser milenials (hay varias discusiones sobre cuando empiezan, pero digamos que partir del 87, siendo generosos), hemos sido la última generación en experimentar lo analógico, y la primera en sentirse perdidos ante lo digital. 

Somos la generación que sintió vértigo con el paso del walkman al discman, y que ahora ya no sabe por dónde le vienen las hostias. Nos formamos en una escuela que no nos preparó para ninguna de las profesiones que importan ahora, porque no existían, nos educamos en unos valores que han quedado obsoletos. La primera generación en acudir al psicólogo en masa. La primera generación de padres divorciados. La generación inauguró su etapa adulta con una crisis económica que la ha dejado lastrada permanentemente. La generación bisagra entre un pasado que ya no existe, y un futuro que está por construir. Las estructuras, verdades, relaciones, e instituciones con las que crecimos se desvanecen a nuestro alrededor. Las nuevas, están por crear. Y nosotros estamos en medio. 

Y lo peor de todo es que ni siquiera sabemos que existimos. Somos tan insignificantes que no tenemos ni nombre, atrapados entre la glamuroso hastío de la Generación X, y el molesto desparpajo de los milenials, somos un engendro de niños bien educados y callados, llamados a comerse el mundo, y que luego se comieron una crisis de ladrillos corruptos, hipotecas fáciles y antidepresivos. Arrinconados en el rincón de la historia, como castigados, vivimos en un miasma de significados cuánticos y relativismo moral. Antes del pre. Después del post.

Nuestra única esperanza es crear nuestra propia épica, pero como ni siquiera sabemos que existimos, fallamos. Nos hemos acostumbrado a aceptar que nuestra única salida es dejarnos arrastrar por el sumidero de la historia, con la única esperanza de que la caída no sea demasiado dolorosa. Si Dios quiere, podremos sonreír en el último segundo. Y solo así, entonces, algunos sentiremos que todo ha valido la pena. 

La madre del cordero.

No hay nada que me parezca más capitalista, materialista, cruel y lesivo para las mujeres que el famoso debate de la «brecha salarial». Es increíble que este mito, que es el sueño húmedo del neoliberalismo, esté siendo propagado por la izquierda más izquierdosa, por el feminismo más militante. Es como si los sionistas hubieran convencido a los niños de la franja de Cisjordania para que vayan diciendo por ahí que los checkpoints que tienen que sufrir, son de hecho una idea cojonuda.

La brecha salarial no existe. Espera, empiezo mal. Sí existe, pero no es lo que te han contado. Si sumas lo que ganan todos los hombres por un lado, y lo que ganan las mujeres por otro, y haces la media, sale que los hombres ganan más que las mujeres, un 15%, más o menos. ¿Y por qué es eso? Hay varios factores, pero básicamente, se debe a que las decisiones que toman ambos grupos, en promedio, son distintas. 

Dejemos esto claro: no es legal que una persona cobre distinto que otra por el mismo trabajo. En ningún nivel de la escala laboral. Si usted conoce algún caso, vaya a una comisaría, porque si no lo hace, estaría encubriendo un delito. Pero usted no conoce ningún caso. 

Los hombres y las mujeres eligen cosas distintas, y esto es lo que crea la diferencia. Por ejemplo, una mujer después de dar a luz, puede elegir que en vez de trabajar en un call center vendiendo fibra óptica más móvil por 39´95 € al mes sin permanencia, 40 horas a la semana, pasar a trabajar 20 horas a la semana, y ver crecer a su hijo. Y es perfectamente comprensible. Pudiendo elegir, ¿quién querría lo contrario?.

Al hablar de la brecha salarial, todos pensamos automáticamente en mujeres astronautas, o mujeres directivas de empresas del IBEX 35, pero nadie piensa en vender fibra de 300 MB + llamadas ilimitadas por 39´95 desde un polígono de perdido de la mano de Dios en Alcorcón. Entre hacerlo 40 horas, o hacerlo 20, hay una diferencia de exactamente la mitad del dinero en la nómina a fin de mes. Ahí radica la brecha salarial. 

Porque la brecha salarial, es, entre otras cosas, una brecha de horas trabajadas. El 90% de excelencias y reducciones de jornada para el cuidado de familiares fueron solicitadas por mujeres. Y esto puede parecer una fatal imposición. O no, según te pille. Yo solo sé que los hombres no tienen esa opción. 

Y nunca la tendrán, porque un hombre con esa mentalidad, raramente será elegido por una mujer. Para las mujeres, el estatus laboral de un hombre es bastante importante. El 80% de las mujeres no saldría con un hombre desempleado. Esto no sucede al revés, y me cuesta pensar que es porque de pequeños nos daban pistolas para jugar en vez de muñecas. El dato mata el relato, como dicen ahora.

Estas diferencias a la hora de elegir también se muestran en los trabajos especializados, como explica el economista Thomas Sowell. Las mujeres, en general, no eligen profesiones relacionadas con la tecnología, porque, además de ser un coñazo insoportable, se actualizan tan rápido que el parón post-parto implicaría quedar desfasada. Fuera de juego. Sin embargo la dermatología, la odontología, el trabajo social, la historia de arte o el magisterio, van a estar más o menos igual ahora, y dentro de dos años. Claro, las profesiones que implican estar regenerándose cada diez minutos, pagan más.

Los hombres a su vez realizan todos los trabajos peligrosos (y no los hacen por gusto). Estas profesiones se llevan a la tumba cada año a 450 hombres en nuestro país. Por no hablar de los quemados, mutilados o paralíticos.  Claro, pagan más. Pero no voy a hablar mucho de esto, porque a estas alturas del artículo, ya parece que hay dos bandos, y yo estoy en uno de ellos. Y yo no estoy en ningún bando, ni lo quiero estar. Todos las personas que me rodean son mis hermanos y hermanas. O mis enemigos y enemigas, que conspiran juntos para matarme. Según el día. 

Porque esta lógica lleva a pensar que yo de alguna forma comparto mérito con aquellos hombres que hacen esos trabajos tan duros, cuando lo más peligroso a lo que me enfrento yo en mi jornada laboral es la posibilidad tropezarme con mi propia estupidez. Pero es que esta lógica de pensar grupos, en vez de en personas, no la he empezado yo. El problema político ante el que nos encontramos, no radica tanto en los contenidos del discurso, sino en la manera de pensar. Nos hemos olvidado de las personas. Ahora pensamos en términos de colectivos. Y esa fiesta acaba siempre mal.

Entonces llegan los cuidados. La madre del cordero. Dicen “no, es que cuidar a tu hijo es un trabajo”. Vale, te lo compro. Hay una forma de cuantificarlo: dejar que lo cuide otra persona. “Pero es que entre lo que cobro yo, y lo que le pagaría a esa persona no hay mucha diferencia”. Sí, si que la hay. Es la diferencia de la brecha salarial. Y esa diferencia no compensa perderte a tu hijo, verle media hora en la cena al final del día, como mi padre nos ha visto crecer a mi hermano y a mí. De refilón. Francamente, es una puta mierda. No sé quién querría eso.

Y cuidar a un hijo es duro. Lo es. Solo presenciarlo me hace recurrir a la bebida y el lexatín. Una vez me fui de vacaciones con una amiga que tenía una hija, y al volver, pedí perdón a mi madre por haber nacido, y le di las gracias por no haberme matado. “Lo intenté” dijo mi madre, “pero no dejabas de rebotar contra el suelo».

Como el miércoles.

En el próximo párrafo voy a hacer un chiste sobre Diana Quer. En el próximo párrafo voy a hacer un chiste sobre Maite Pagazartundúa. En el próximo párrafo voy a hacer un chiste sobre un niño que se suicidó porque le hacían bulling en el colegio. En el próximo párrafo voy a hacer un chiste sobre la madre que mató a su bebé la semana pasada, tras dar a luz. En el siguiente párrafo voy a hacer un chiste sobre un marido que no ayuda en casa. En el próximo párrafo voy a hacer un chiste sobre los abogados de Atocha. En el siguiente párrafo voy a hacer un chiste sobre el suicidio de Chris Cornell. En el próximo párrafo voy a hacer un chiste sobre una chica que se quedó embarazada y murió al recibir un aborto de manera clandestina en Bolivia.

No sé como hago para estar siempre en el medio de todo. Como los días que no son los favoritos de nadie. Yo soy como el miércoles. Puede ser simplemente que mi ego es tan grande que busco siempre la posición en la que me enfrento a todos a la vez, desde la que puedo mirar a ambos lados, resoplar, y decir «estoy rodeado de idiotas». Lo cual me convertiría a mí en el idiota supremo, ya que no busco la verdad, sino simplemente quedar por encima.

Pero es que en todo esto del Charlie Hebdo, Francia y el terrorismo, no hago pié. Por un lado, detesto el multiculturalismo. Y como toda persona de bien, detesto la violencia y el terrorismo. Pero por otro lado, no soporto a la gente que no entiende la ofensa a los sentimientos religiosos.

Vayamos por partes. ¿Qué es el multiculturalismo? Ojo, no es lo que parece. Las palabras evolucionan, a veces muy a su pesar. Se trata de un engendro ideológico creado por la izquierda, y que va contra el sentido común, según el cual, todas las culturas son válidas e iguales (lo cual es posiblemente cierto), y es una forma de agresión pedirle al inmigrante que se integre (lo cual es llevar el asunto demasiado lejos). Esta es una de las muchas grandes contribuciones al progreso con las facultades de humanidades nos han deleitado. Esta doctrina se ha seguido con fervor en las socialdemocracias, por una mezcla de buenismo pijo de Aravaca y culpabilidad histórica colonial.

No. El anfitrión debe de ser honrado. El huésped debe de ser cuidado. Y este respeto debe fluir en ambas direcciones. Solo funciona si nadie olvida su sitio. Por eso no entiendo a esos árabes que vienen a Europa a predicar sus salafismos y sus cosas, y están todo el día jodiendo, con sus imanes radicales y su tradicionalismo que no encaja en 2020. Me parece grosero, maleducado. Desagradecido. Y no tiene nada que ver con los árabes que he conocido toda mi vida en España. Doy fe: otro tipo de moro es posible.

Por otro lado, no entiendo que la gente no religiosa no comprenda que uno se pueda ofender cuando se meten con su religión. Estos ateos cerebrales, son ilustrados, pero con una razón limitada en el terreno de la empatía. Me pasó con las idiotas de la procesión del coño insumiso, o las tontas que se quedaron en tetas en la capilla de mi universidad, y que ahora son concejalas, que te chillan si no usas el lenguaje inclusivo pero que no entiendan que mi abuela llorase en misa en Valladolid los domingos, o mi otra abuela llorase a su vez pegada a la radio escuchando el sermón del viernes en Alepo.

Todos tenemos algo sagrado. Todos. Todos tenemos algo con lo que no permitimos broma alguna. Ya sean ateos o feministas. Ya sean cristianos o polemistas. Todos tenemos algo con lo que no se puede jugar.

Y así llegamos al tema de Charlie Hebdo, y la llamada defensa de la libertad de expresión. No entienden que esas portadas revuelvan el estómago a la mitad del planeta. Hemos de tener libertad para hacer daño, parecen querer decir. Yo sé que en realidad se les ha acabado el talento, y cuando se te acaba el talento, ofender es la vía fácil para seguir ganando dinero. Y por otro lado están los líderes europeos acomplejados que han hecho del multiculturalismo bandera, y no tienen huevos a decir que a Europa se viene a integrarse, que bastante se ha sufrido en este continente para llegar a la paz social. Guillotinas cortando cabezas en Francia, cámaras de gas en Austwitch, tanques rusos aplastando al socialismo humano en Praga, tricornios bigotudos secuestrando el Congreso en Madrid, millones de muertos para poder vivir en paz, gigatones de sufrimiento para llegar a esto. Tenemos que honrarlos. Tenemos que pensar en el conjunto antes de actuar.

El derecho a la vida.

¡Ja! Te he engañado. Menudo tonto eres. Pensabas que venías aquí a leer la enésima inútil reflexión sobre el aborto. Pero no. Esto va de otra cosa. A mí el aborto me la suda. Lo que acabas de vivir es la contribución más importante del periodismo en los últimos diez años, y que será el símbolo de su completa destrucción: el clickbait.

Pero bueno, todos a veces nos tomamos una caña, sin ser por ello unos borrachos, o decidimos los turnos del descanso a cara o cruz, sin ser por ello unos ludópatas degenerados. Yo te he traído hasta aquí con el chantaje, para hablar de una contradicción que me asalta de cuando en cuando, y que creo que es la clave de todo. 

El problema, es que yo creo saber cual es la clave de todo cada 48 horas. Por eso me hice este blog, que en un principio se quería haber llamado “La triste vida del hombre multi-epifánico”. Porque al igual que las afortunadas mujeres multiorgásmicas, que pueden disfrutar muchas veces de lo que a todos se nos permite solo una, yo tengo epifanías constantes, que me asaltan y se apoderan de mí con una periodicidad predecible. 

La que nos atañe hoy es la siguiente: estoy convencido de que dentro de nosotros hay una creencia previa a todas las demás, y que esta convicción primitiva es la fuente de todo el malestar. Esta creencia no es genética, sino que vino dada con la modernidad. La creencia en cuestión es aquella que dice que somos merecedores de una buena vida. Esa pequeña diva que vive dentro de nosotros, y dice “yo, yo, yo”. Como una María Callas indignada porque las flores del camerino no son de su gusto, el hombre moderno se diferencia del campesino medieval en que nosotros damos por hecho que merecemos cosas por defecto. Cosas como la felicidad, o una buena vida. 

Entendedme bien: yo no hablo de renunciar a todo, y vestirse con cilicio y ceniza. Yo no hablo de dejar de aceptar una buena vida, solo digo que solo digo que exigirla es la clave de la angustia que nos carcome. No hablo de dejar de tener planes o disfrutar de todo lo que el destino, nuestro talento, o la suerte nos brinden, solo de dejar de pensar que son nuestro derecho. Solo te invito a descubrir la libertad, la relajación, el alivio que sigue a la afirmación de que no merecemos  gran cosa.  Es un ejercicio mental increíblemente sano.

Porque hay una creencia más arraigada todavía que esta que acabo de describir: la de que nuestro sufrimiento nos dará lo que queremos. Así como el niño que llora, consiguiendo con ello que la madre le dé la teta, nosotros pensamos que nuestra soledad, frustraciones laborales o problemas de imagen se solucionarán mágicamente si sufrimos por ello. Nada más lejos de la verdad. Las cosas se harán a su debido tiempo, y se resolverán solas, o no lo harán. Pero nuestro sufrimiento no las compra. 

Tú no tienes derecho a una buena vida. Tú tienes derecho a vivir tranquilo. Pero tu creencia de que tienes derecho a una buena vida, te impide vivir tranquilo. Eso es lo que creo. Hasta pasado mañana, que creeré otra cosa. 

Hegel no vale para pandemias.

Todos los libros de autoayuda comienzan diciendo que crisis es una palabra de origen griego, que significa oportunidad. A su vez, todos los libros de espiritualidad, comienzan diciendo que persona es una palabra de origen griego que significa máscara. En la película Mi gran boda griega, el padre de la protagonista asegura que todas las palabras son de origen griego, incluída ketchup. Mi gran boda griega bien podía haberse llamado mi gran boda siria. Todos los señores de esa zona se parecen mucho.

Además de alimentos no perecederos (arroz, aceite, macarrones), harían bien en acumular libros de autoayuda y espiritualidad. Serán necesarios para soportar lo que nos viene por delante. Así mismo, sugiero que acumulen también libros de historia de las ideas y teoría política. Porque la democracia está en peligro.

¿Qué pasará cuando se descubramos que los países que mejor han gestionado la pandemia, y que por lo tanto están mejor económicamente, son países con líderes fuertes (Alemania) o incluso, dictaduras (China)?. Ante el caos administrativo, político e informativo, un régimen autoritario no parecerá una mala idea.

El clima político pre-covid, con el ambiente polarizado por movimientos marxistas cutres (feminismo queer, Black Lives Matter) y los nacionalismos conservadores (Brexit, Trump o el Frente Nacional en Francia), nos ha dejado a la mayoría en el centro, mirando a los lados, como tontos. La pobreza, el caos y la muerte llevará a muchos a tomar partido por unos o por otros. Es la tormenta perfecta.

Volviendo al párrafo inicial, creo que sí que hemos perdido una oportunidad en esta crisis. Una crisis, en la que las personas, y no las instituciones, tenían la responsabilidad última. Y no hemos estado a la altura. Podríamos haber salido unidos como país, sintiéndonos orgullosos de nosotros mismos, quizás por primera vez desde que nos levantamos contra los franceses.

Yo soy de los que piensan que España tiene un grave problema de autoestima. Esta era una gran oportunidad para mejorarla. Pero en vez de intentar ser mejores que nosotros, simplemente hemos sido nosotros. Y así nos ha ido.

Porque en esta crisis, cada uno a lo suyo. El gobierno, la oposición, las comunidades autónomas, patronales, sindicatos. Y los contertulios. Todo idiota al que pusieran un micrófono delante, ha aprovechado para intentar vender su movida, sin importarle en absoluto el impacto sobre el conjunto. La lógica hegeliana, que dice que el progreso resulta de la fricción de bloques, no vale para superar una pandemia. Más bien nos ha llevado a la muerte, el caos (ahora sí, Isabel) y la ruina.

Una enfática llamada a la responsabilidad individual hubiera sido útil. Pero la responsabilidad individual es un pecado en estos tiempos de infantilización a través de lo políticamente correcto, en los que uno es consumidor antes que ciudadano, y los votantes son divas que no pueden ser ofendidas.

No todo es malo, ahora veremos si todos esos furiosos tweets escritos desde la seguridad del Estado de Bienestar están a la altura de su osadía. ¿Querías cambio de sistema? Pues toma dos tazas. Y un fusil.