Se requiere: buena presencia.

¿Qué es la Presencia? Fíjense que he escrito la palabra con la primera letra en mayúscula, indicando con ello que debo de estar hablando de algo especial. Algo importante.

¿Se acuerda usted de cuándo estaba en el instituto? La profesora daba clase, las ventanas estaban abiertas, y entraba la luz, mezclada con las voces de otros chicos y chicas que hacían gimnasia en el patio. A lo lejos, un coche hacía sonar su claxon. ¿Puede usted verse a sí mismo, ignorando todo esto? Su cabeza adolescente lleva veinte minutos pensando en los problemas que tiene en casa. No parece haber coordinación alguna entre sus deseos y los de sus padres, y esto le provoca sufrimiento. O a lo mejor está pensando en alguna situación vivida el fin de semana en el parque, con sus amigos y amigas, a la que está intentando dar significado. Está intentando descrifar aquello que pasó, y que le sorprendió tanto. En lo que le dijo Vanessa. En eso está pensando. 

La tiza de la profesora rasga la pizarra, y al hacerlo crea, mágicamente, letras blancas, que forman palabras en un idioma nuevo, un idioma que ella le está intentando enseñar. Pero usted bien podría estar metido dentro de un túnel de lavado encendido en Costa Rica, que daría lo mismo, porque no puede dejar de pensar en sus problemas adolescentes. Bien, esto es lo contrario de la Presencia. Porque podemos decir, y así lo hacemos coloquialmente, que usted está ausente. 

De hecho, si media hora más tarde, en la siguiente clase, pasasen lista, y oyese su nombre, aunque saliese de su estado semi-comatoso de golpe, y dijese “presente”, no le pondrían falta. Pero deberían de ponérsela, porque en realidad usted estaba ausente. Está lejos de lo que está pasando en ese momento (toca lengua, y el profesor, que tiene fama de pedófilo, está mirando en su agenda los contenidos del día, los chicos repetidores sentados atrás están armando barullo, una chica a su izquierda canta una canción de Katy Perry bajito mientras saca el cuaderno y el libro de la asignatura de su cartera, en el pasillo se oye un grito seguido de una carrera, y unas risas estridentes, una nube está tapando el sol en este preciso momento y todo el pantone de la clase cambia simultáneamente hacia algo más apagado), usted sigue pensando en sus padres, y en la puta Vanessa. En la situación del fin de semana. O tal vez va de la una a la otra. Usted no lo sabe, porque es muy pequeño, pero se está perdiendo la vida. 

No hay que culpar al joven atontao que fuimos usted y yo de todo esto. Aunque quizás sí  que tenemos que ser más severos con el ignorante adulto que lo sigue haciendo. Que sigue sin estar en la vida del todo. Que la vive de rebote.  

La Vida (otra vez he utilizado mayúscula, ésta vez para darle una pista) sucede, y usted la oye de fondo. A veces comenta cosas de lo que pasa en la vida (mira como va vestida esa, parece sacada de 2005, ahora que me acuerdo mi tía tuvo un vestido igual, se lo vi en la comunión de mi primo, tengo que llamar a mi primo que me han dicho que tenía fiebre, como sea corona, mata a la abuela), pero sin estar del todo aquí. Entre la realidad y usted, hay un velo de pensamientos, juicios, remordimientos y ansiedad sobre el futuro. Si usted retira ese velo, bienvenido, se sentirá presente.

Sentirá su corazón golpeando en su pecho, el aire rozando sus brazos desnudos. La luz rebota contra el suelo blanco, que de repente es tan blanco, que a uno le parece no haber visto algo tan bello. Y no hay problema alguno. Porque los problemas necesitan tiempo, y en el presente todo es nuevo, todo sucede por primera vez. Sienta la vida. Sienta la intensidad calma que todo lo que hay a su alrededor desprende. Perciba sin pensar. Déjese llevar por el río en el que nadie nunca se ahoga, déjese calentar por el fuego que no quema. 

Pruébelo, joder. Que es gratis.  

Santa María

Últimamente pienso bastante en la relación entre amistad y horticultura. Hay gente que piensa que los amigos son como esos cactus feos que tienes en el cuarto, que compraste por 1€ en el Carrefour, porque pensabas que así te sentirías menos solo. Al poco tiempo no obstante, ese cactus se vuelve invisible en tu estantería. Te acuerdas de ese él una vez cada dos años, cuando te da un aire. Lo buscas en la estantería, y si no está muerto, te alegras un poco, le echas agua, y no vuelves a acordarte de él hasta el año siguiente. No me interesan ese tipo de amigos.

Tampoco digo que sea yo un bonsái. Es más, ni siquiera exijo a mis amigos que me traten como a un simple poto, al que hay que estar todas las semanas regando, por lo menos una vez, porque si no se muere.

Pero sí como a una orquídea. Una orquídea es bastante fácil de cuidar. Cada dos meses, miras el color de las raíces, le echas medio vasito de agua, ves si están saliendo los tallos. Ya está, solo eso. Un ratito cada dos meses. No es tanto. Francamente, si no puedes dedicarle treinta segundos a una orquídea cada dos meses, no te mereces una orquídea. Ni mi amistad.

Y ojo, tampoco es que mi amistad sea gran cosa. Fuentes acreditas independientes consultadas para la redacción de este artículo así lo atestiguan. Soy una persona sencilla. Mis referentes son personas comunes.

Por ejemplo, la gente que fuma porros. Me gusta la gente que fuma porros. Los porros me sientan mal, pero la gente que los fuma me sienta bien. Me atrae la idea de la “personalidad de fumeta”. Una idea idílica, casi mitológica, del fumeta como un ser un poquito iluminado, envuelto permanentemente en una nube de humo, a través de la cual se adivina una media sonrisa, al estilo de la Gioconda, acompañada de un sano desapego hacia los problemas de la vida. Más payá que pacá, que diría mi madre. Su opinión cualificada sobre cualquier tema es “me la suda”, y su consejo terapéutico es el consabido “no te rayes, tronco”, siempre entretejido con una hebra de amor fraternal, del cristiano, del bueno, del que no pide.

Por supuesto, estoy exagerando. No he conocido a nadie así. La mayoría de fumetas que me he encontrado en mi vida no tenían nada de religioso, ni de místico, ni de renacentista. Ahora que lo pienso, he conocido a más personas que han tenido problemas mentales graves derivados de fumar porros, que amorosos fumetas. Pero bueno, necesitamos crear referentes. Y el mío, por lo menos esta semana, es ese.

Y además de referentes, necesitamos recaudar impuestos. El Estado va a quebrar porque la gente no deja de escupirse en la boca. Holanda ingresa 400 millones de euros al año por impuestos derivados de la venta legal de marihuana. Y nosotros, que somos más, y somos también más borricos, según ciertas estimaciones, podríamos llegar a ingresar 3.300 millones de euros al año si aquí se legalizase. Con ese dinero podemos hacer tests PCR hasta a los clips de Playmobil.

Tenemos que prepararnos. Las cosa se va a poner fea. Vamos a vivir situaciones que se supone que no íbamos a vivir. Vamos a ver cosas que nos van a hacer querer arrancarnos los ojos. Llegaremos a echar de menos la vida que ahora odiamos.

A veces me da por pensar que todo esto solo es un truco de Hollywood, en su eterna lucha por entretenernos. Han decidido el giro de guión definitivo: los protagonistas de la nueva entrega de Mad Max seremos nosotros mismos. La experiencia multimedia definitiva.

Como perros

No entiendo por qué la gente tiene perros. Yo me intento imaginar por ejemplo, que Adriana Lima es mi novia. Y nos llevamos genial. Ella es sensible e inteligente, y me entiende como nadie me entiende. No solo es mi amante, también es mi amiga. Y sabe que a veces me pongo mal, y ella me ayuda a superar el bache, en vez de salir corriendo. Hacer el amor con ella es una experiencia mística-cósmica. Además me hace reír porque graciosa y elocuente. Solo contemplarla una vez en la cama a mi lado, por la mañana, verla despertar, solo ese momento, justifica cien vidas.  Y sabe más que yo sobre las cosas que a mí me gustan, por lo que puedo hablar con ella durante años sin cansarme.  Aprendiendo de ella. Y no me intenta convencer de que soy machista cuando no lo soy. Y además es super buena persona, y acompaña a mis padres al médico cuando yo no puedo ir.  Y cuando tiene la regla, es la semana de las mamadas. Pero si esa misma Adriana Lima, perfecta y fiel, divertida y de buen corazón, se va cagando por ahí sin control, y yo tengo que ir detrás de ella con una bolsa cogiendo sus mierdas aún calientes, porque si no me ponen una multa, le diría: Adriana, esto no funciona, tienes que irte. 

No sé. Mis vecinos están intentando que su perro vaya a la universidad. Están todo el día o chillándole, o dándole aplausos y felicitándole. De forma coordinada, lo hacen los dos a la vez, como siguiendo el consejo de algún terapeuta canino. No sé que quieren conseguir que haga el pobre perro. ¿Hasta donde creen que llega el condicionamiento operante? Skinner consiguió que unas palomas jugasen al ping pong, pero, seamos francos, jugaban al ping pong como el culo. 

Supongo que a la gente le gustan los perros, porque nosotros mismos somos como perros. Tenemos que estar persiguiendo cosas todo el día para ser felices. No podemos ser felices sin más. Esto muy duro. El momento en el que el adulto comprende que  la felicidad no está en las metas que conseguimos, sino en la ilusión que nos genera perseguir esas metas, muere un poco. 

Mira a la gente que consigue algo grande. Están perplejos. Sacarse una oposición. Comprarse un coche. Ganar un mundial. ¿Esto es todo? Parecen decirse.¿Es esta sensación acorde al esfuerzo que he realizado para lograr mi meta? No lo es. Fíjate en los deportistas entrevistados después de conseguir alguna gesta increíble. Están perplejos. Como disculpándose ante los periodistas, y ante la audiencia, dicen que necesitan tiempo para asimilar la magnitud del logro alcanzado. Que están abrumados. Que mañana se darán cuenta de lo que han conseguido. Pero la verdad es que no sienten nada. 

Al éxito le sigue un periodo de tristeza. Es la tristeza de haber conseguido lo que querías. Y solo se pasa cuando algún otro objeto se pone a tiro, cuando la vida nos tira otra pelota, y sintiéndonos renacidos, nos lanzamos a por ella, como perros, imbuidos de la seguridad de que cuando la atrapemos, ésta será la definitiva. La última. La que nos dará la paz que tanto buscamos. Pero no. Porque la paz está en el propio movimiento. La paz está en la propia lucha. La paz está en la guerra. 

Las nuevas malas personas

Le preguntaron al poco conocido cómico Joe List sobre sus tendencias políticas. Su respuesta hizo que brotase espontaneamente una sonrisa de mis labios.  Dijo, escucha, dijo: “yo soy de izquierdas de los 90”.

¿Qué es ser de izquierdas de los 90? Es una versión simplificada e inocente del concepto tradicional de izquierda. Una versión atenuada por el recuerdo del sueño hippie, y el conocimiento del horror al otro lado del muro. La izquierda de los 90 consistía en una amabilidad y benevolencia hacia los demás. Cursiladas como “tolerancia”, “respeto” o “diálogo” eran ampliamente mencionadas. El Progreso significaba que todo el mundo pudiera amar a quien quisiese, y ser como quisiese. Que las mujeres pudieran hacer lo que quisieran sin ser juzgadas. Que las antiguas formas y maneras de vivir no tenían por qué ser las nuestras. Era una izquierda que simpatizaba con lo freak, con lo raro, con lo marginado, con lo que se salía de la norma. Las excentricidades eran bienvenidas. Era una izquierda que buscaba la contra-cultura, y  se regocijaba en lo alternativo. Una izquierda que tenía simpatía y sana curiosidad por otras culturas, sus costumbres, sus comidas, su música. Este interés era visto como una forma de luchar contra el racismo y la intolerancia, como un gesto de hermanamiento entre pueblos. La izquierda de los noventa era tremendamente atractiva para los perfiles creativos y compasivos adolescentes, utópicos, no muy intelectualizados, con ganas de romper con la tradición. La izquierda de los 90 era ser amable. Era aceptar lo diferente. 

Ahora el asunto es bastante retorcido. Las trampas de la razón no solo generan monstruos, también los esconden. Bajo capas y capas de libros, y artículos,  y tesis doctorales, se esconden auténticos monstruos autoritarios, tóxicos, que mandan porque han leído, cierran bocas y sientan cátedra por ser quienes son, y no por lo que han hecho. Una auténtica mina para hijos de puta, que han visto que tenían una oportunidad para ejercer la tiranía bajo el amparo de su estatus de víctima, morar en la mentira, ser agresivos, preferentemente de forma pasiva. Engendros que te intentan convencer de que eres lo que no eres, y te hacen sentir que eres un loco y un ignorante si no lo consiguen. Se alimentan de la arrogancia del tonto que sabe, del acomplejado al que ha llegado su momento.  Son las nuevas malas personas. 

Así que cuando Joe List, cómico poco conocido, cuarentañero; Joe List, gafotas, desgarbado, con pinta de guarro, es preguntado por sus tendencias políticas, se marea. Como un boxeador en el décimo asalto. Ha sido de izquierdas toda la vida, pero ahora ven que la gente de izquierdas se parece sospechosamente a lo que la izquierda en la que se crió se oponía. De crío había buenos y malos. Había tolerantes e intolerantes. O sea, la gente maja, y los hijos de puta. Ahora la cosa no está clara. 

Es como si nosotros acostumbrásemos a ir a un bar, en el que ponen música indietrónica, que nos gusta mucho. Es nuestro bar de toda la vida, donde nos conocen desde críos, y al que van nuestros amigos. El otro bar que hay en el pueblo, enfrente, es de nazis y ponen pachanga, no siendo nosotros ni de lo uno, ni de lo otro. Pero por carambolas del destino, los nazis empiezan a desarrollar un gusto por la indietrónica, y empiezan a venir a nuestro bar. Bien por ellos. Pero claro, con el tiempo empiezan a hacer allí sus cosas de nazis, porque la cabra tira al monte. Y vienen tantos, tantos, que al final no hay sitio para nosotros. Por lo que no nos queda más remedio que ir al bar de pachanga, sin ser nosotros nada de eso. Así que nada. Ahora escuchamos pachanga. Y aparentemente, también somos nazis. 

O qué. 

Modas y modales

Estaba esta mañana haciendo footing (falso anglicismo, inventado en este país, esa palabra no existe en inglés), intentando insuflar energía a mis pulmones neumónicos. Me disponía a rebasar a una pareja de ancianas, madre e hija sin duda. La hija tenía 160 años, y la madre 172. Cuando, por sorpresa, la hija ha emitido un orgulloso y desacomplejado escupitajo en mi dirección. No lo ha hecho a posta, porque yo venía por detrás, pero me ha sorprendido ver a alguien tan mayor siendo tan maleducado en los tiempos del Covid. ¡Señora por Dios! ¡Recuerde sus modales victorianos¡ ¡Al final y al cabo, fue educada en ellos! El caso es que a la vuelta me las he vuelto a encontrar, me he parado delante de la hija y le he dicho “Lo que tú tienes, ahora lo tengo yo” Y he escupido al suelo delante de ella y he dicho “Y lo que tengo yo, ahora lo tienes tú. Bitch”.

¡No! Por supuesto que no he hecho eso. Disculpadme, estoy un poco sensible con el tema del coronavirus. Me mueve la culpa. Ya que yo soy el culpable de la pandemia, por lo menos en parte.

El origen de la pandemia Coronavirus (Covid-Sars-2) se encuentra en las sección de papelería de El Corte Inglés de Preciados. Allí me dirigí, a finales de Noviembre de 2019, para comprar mi agenda anual, que utilizo como diario. Compro una de la marca Paperbanks, que son tan bonitas como caras. Cada año elijo un modelo distinto. El de este año es burdeos con filigranas doradas. Ahora las hacen con tapas flexibles en vez de rígidas, lo cual me desgrada profundamente, sobre todo porque encima lo venden como una innovación.

Se aproxima el drama: cuando me disponía a pagar, el empleado de El Corte Inglés, un gordo sudoroso de unos 45 años, con su traje y su corbata que le quedaban a reventar, hizo un gesto bastante entrañable de vendedor, que consistió en pasar su palma de la mano por la portada de la agenda. Como apreciendo sus calidades. Un gesto orgulloso de tendero, como diciendo, “señora, esto es de lo mejor que hay”.

Pues me jodió vivo. En mi cabeza, que está trillada por el trastorno obsesivo convulsivo, eso significaba mala suerte para este año. Alguien a quien no conozco de nada había pasado su mano sudorosa por encima de la portada, en la que ponía “2020”. El año estaba gafado sin duda.

Por supuesto, en mi cabeza se desató una guerra civil entre neuronas, que duró hasta final de año. Por un lado estaban la facción de neuronas racionales-ilustradas, que quieren librarse de esa parte ritualista supersticiosa de mí, y por otro las supesticiosas-obesivas, que saben de qué va la vida de verdad.

La contienda fue terrible. Ambos bandos se lanzaban graves insultos.Unas decían «¡eres un puto loco!» y las otras amenazaban «¡no juegues con las fuerzas invisibles que mueven el universo!¡pagarás por ello!»

Al final me quedé con la agenda. Y ya véis el resultado. Pandemia global. Estuve quince días ingresado con neumonía por covid, en pleno pico de la pandemia. Mi padre también estuvo ingresado. La economía se ha ido a tomar por culo, y el nuevo disco de Pearl Jam es una puta mierda. Un desastre absoluto.

Prueba irrefutable de que digo la verdad: le consulté el problema a una compañera de confianza, todavía en Diciembre, y me recomendó un truco que podría remediar la situación, y liberarme de la angustia: pasar un algodoncito con alcohól por la portada, para desinfectarla y eliminar el mal fario. Lo hice. Meses después, limpiar las cosas con alcohol se ha convertido en nuestro pan de cada día, prueba evidente de que ha sido todo ese proceso el que desencadeno todo esto.

Cuidaros mucho. Respetad la distancia de seguridad, sobre todo cuando escupís.Haceros funcionarios. Comprad por Amazon. Tomad vitamina D. Y sobre todo, mantened a las viejas victorianas a raya.

Se buscan trovadores (jornada parcial).

¡Las historias están desapareciendo! ¡Las historias se desvanecen entre nuestros dedos! ¡Se evaporan como el agua de los océanos!Las neuronas que las contienen están saltando de los cerebros, como los que se tiran de un edificio en llamas. Todas van a parar a los canalones de las cabezas de la gente, y de ahí a los desagües del olvido eterno, los sumideros de la historia, donde desaparecen para siempre.

Me refiero a las historias populares. Protagonizadas por nosotros, o por otros parecidos a nosotros, y que se transmitían entre los grupos de amigos, de barrio en barrio, de noche en noche. Son esos personajes excéntricos, son esas situaciones tan jodidas que ni te las puedes creer, son esas anécdotas que te hacen ahogarte de la risa y llevarte las manos a la cabeza. El absurdo y el delirio que componen el corpus de la mitología local.

Son únicas, porque son increíbles, y son parecidas, porque ocurrieron mientras nosotros estábamos vivos. A nosotros, a gente que conocemos, o a gente que conoce gente que conocemos. Se podría decir hasta que son nuestra verdadera identidad. Y no solo somos esas historias, sino también nos relacionamos a través de ellas. Es el material que intercambiamos con los miembros de otras tribus. Pero las estamos olvidando, y nadie las está apuntando.

Veo a esos hombres y a esas mujeres, de mi edad, en las terrazas de los bares, hastiados, envejeciendo con cada minuto que pasa. Calvos con tatuajes. Gordas con varices. Fumando y bebiendo. O haciendo spinning o zumba, que para el caso es lo mismo. Están odiando vivir, de una forma u otra, y olvidando con ello todas esas historias de las que son depositarios. Toda la grandeza de la que fueron testigos, y que por tanto, les era propia.

La vejez y las responsabilidades de los cojones han matado toda capacidad de asombro. Todas eso relatos, de barrio, de instituto, de universidad, de hospital, de comisaría, de clínica abortiva, transmitidos en los parques, en las barras de los bares, recordados en las sobremesas con euforia, que entretienen las tardes aburridas en el trabajo, van a desaparecer. Y me da angustia. Cuando lo pienso, siento como que me falta el aire.

A lo mejor da igual. A lo mejor solo es el escritor lisiado que llevo dentro, al que le da pena que se pierda tanto buen material. A lo mejor, para que algo muera, ha de ser olvidado. A lo mejor todo eso tiene que desaparecer, cuando nosotros lo hagamos. A lo mejor escribiéndolas y haciéndolas eternas, las condenamos al eterno purgatorio. Qué sé yo.

Multialsina

Me suelo consolar con el hecho de que vivo mejor que Felipe II. A veces cojo el autobús para ir a Madrid y pienso: “Felipe II nunca disfrutó de esto”. Una carretera de tres carriles perfectamente asfaltada, sobre la que se desplaza un supositorio gigante de acero, a cien kilómetros por hora. Y dentro: yo. Cómodamente sentado, en un asiento lo suficientemente mullido como para sentirme protegido, pero a la vez rígido, para que no me entre la tentación de dormirme. Como el amor de un padre. Con aire acondicionado en verano, y calefacción en invierno. Y no hay nada de sífilis en el autobús. Ni peste bubónica. Ni el conductor tiene derecho de pernada sobre los viajeros. Lo más parecido a la Inquisición son los revisores, y ya casi no hay. Felipe II daría la mitad de si Imperio por poder tener esta deliciosa experiencia. Y yo lo hago todos los días. A veces de mala gana.

Esto de jugar a pensar en el tiempo y en los personajes históricos, a veces sale mal. Por ejemplo, cuando estoy embobado viendo teles en El Corte Inglés, gigantescas, y planas como el pecho de mi primera novia. Y me da pena que Kurt Cobain no esté vivo para ver todo esto. Le daría un sincope. Cuando el falleció, las televisiones que había eran como mucho de 40 pulgadas, y de tubo. No había ni internet. No había nada. Había que hacer canciones para entretenerse. Me gustaría que resucitase y viera esas paredes de imágenes, esos objetos milagrosos, están conectadas a internet, o sea, a un infinito al que tenemos acceso. Me quedo mirándola en trance, diciéndome “es increíble”. Puede parecer tonto, pero creo que la capacidad de seguir maravillándose ante los milagros de lo cotidiano, es clave para mantener cierta cordura. Y me gustaría andar tranquilamentepor los pasillos del centro comercial explicándole a Kurt Cobain todas las cosas nuevas que hay, y para qué sirven. Como ya hago con mis padres.

El tema de la personalidad en psicología siempre ha estado la mar de entretenido. Desde Hipócrates, todo el mundo tiene algo que decir sobre cómo clasificar a los humanos en función de su carácter. Ahora bien, la cosa no es tan simple como clasificar a las personas en grupos, sino en pensar qué demonios es eso de la personalidad. Por ejemplo, uno es padre, hijo, tío, compañero de trabajo, amigo, amante, marido (con un poco de suerte, de la misma persona a la que amas) y vecino. Todo eso a lo largo de un solo día, según la situación en que te encuentres. ¿Son todos esos roles distintas (sub)personalidades, o son aspectos de una misma personalidad integrada? Yo que sé, no me acuerdo ya de la conclusión a la que se llegó en su momento. A lo mejor el debate sigue abierto.

Hay un anuncio que aborda este tema, sin quererlo. Es de Onda Cero. Promociona el programa de Carlos Alsina. El anuncio parece creado en medio de un brote psicótico. Está protagonizado por una docena de Alsinas, que como humpa lumpas, trabajan intensamente en el estudio de Onda Cero para traerte el mejor programa matinal posible. Así, tenemos al Alsina que informa (sale Alsina escuchando atento), el que entrevista (sale uno entrevistando), el que argumenta (sale otro argumentando), el analista (sale uno mirando una tablet con interés, como entendiendo algo), el que escucha a sus oyentes (sale uno poniéndose los cascos), el que entretiene con humor e ironía (sale haciendo un gestito asqueroso con las manos que hace reír a otros dos Alsinas con los que está sentados en la mesa del estudio).

El caso es que el anuncio, que lleva ya un tiempo en la tele, me pone incómodo. Porque me veo representado. Siento que hay siete u ocho personas distintas dentro de mí, bastante incompatibles entre ellas. Y además se manifiestan sin que yo tenga mucho control sobre ello, según quién esté delante, la situación en la que me encuentre, el número de cafés que me haya tomado, o la última película que haya visto. Me desconcierta mucho, y creo que a los demás también.

En esta entrevista, el Rey Langosta (larga vida al Rey Langosta) explica que uno de los muchos problemas que afrontan las personas creativas, además de que son pobres como ratas, es el de la dificultad de establecer una identidad propia, porque todas les parecen guays y van saltando de una a otra. Así que yo tengo todo lo peor de ser creativo: la dispersión, confusión e incapacidad de crear riqueza, y nada de lo mejor de ser creativo: la capacidad de crear.


Me cago en la puta.

Los intelectuales de izquierdas quieren que te suicides mientras toman mojitos en la zona gentrificada de la ciudad (lo hacen a disgusto).

¿Qué siento yo por Naomi Klein? Cariño. Respeto intelectual. Diría que para mí es un referente moral. Para los que estéis en la parra, Naomí Klein es una judía canadiense, que hace justo 22 años escribió NO LOGO, posiblemente uno de los libros más impactantes publicados por aquel entonces en el paranorama de la izquierda. ¿De qué iba el libro? . La premisa era el impacto psicológico de las marcas de ropa, de los anuncios, y cómo éstos juegan con nuestra emociones y nuestra autoestima, creando categorías invisibles pero presentes, resumidas en el logo de Nike, que, insertado en una prenda cualquiera, dice mucho más que esa especie de raya de coca mal hecha. Crea ganadores y perdedores con solo un par de pespuntes. Y luego la tía se va a Asia, y ve que la gente que hace esa ropa vive como la mierda y tal, y claro, juntar lo uno con lo otro ya es el recopetín. Fue un pelotazo editorial.

Recuerdo un día que teniendo yo unos veinte años, estaba bebido en la plaza del Dos de mayo en Madrid, junto con otros desgraciados. Pasó un capullo con una tía, de mi edad, a lo lejos. El hijo de puta llevaba llevaba una camiseta negra, en la que ponía NO LOGO , como en la portada del libro. Había convertido la portada de un libro contra las marcas, en una marca. Me volví loco. ¡No has entendido nada! Le chillé, e hice el amago de levatarme para pegarle. Yo ya era poco subnormal por aquel entonces. Él no me oyó. Quedé de puta madre con mi grupo de pares.

¿Qué ha hecho Naomía Klien por mí? Nada. De hecho me ha jodido. Odio la publicidad. Me siento agredido cuando la veo. Me siento insultado. Manipulado. Me da verguenza ajena. Me humilla. Y lo peor es que ahora creo que debe de haber publicidad, porque la economía tiene que ir bien y hay que poner comida en la mesa y toda eso. Pero me siguen rechinando los dientes, hago zapping cada vez que llegan los anuncios como el que intenta evitar que le enseñen un vídeo de un genocidio. Y yo creo que eso ya no se me va a ir nunca. ¿Y la gente de las zonas que hacen la ropa? Pues a la gente se la suda. Es el único sector en el que la izquierda no entra. Entra, pero no entra. Compran en inditex, pero ironizan con que desearían no hacerlo. Queremos la revolución, pero sobre todo queremos nuestros trapitos. Y luego parece ser que ese trabajo esclavo que denunciaba Naomi Klein ha sacado de la probreza a cientos de millones de personas en solo veinte años. Pero claro, también ha jodido nuestro tejido industrial. La realidad es una cosa compleja, de la que no quieren que participemos, porque no estamos cualificados para opinar. Y posiblemente tienen razón. La democracia es el mejor sistema que nos protege de nosotros mismos. Nos da la ilusión de creer que tenemos poder de decisión, y nos quejamos cuando creemos que se nos hurta. Pero la verdad es que nunca lo tuvimos, porque si lo tuviéramos, hundiríamos el barco en diez minutos. Compra tu camiseta a cinco euros, y ponte a ver el programa de Cristian Gálvez. Qué cojones importa nada.

Esto es lo que creo que hacen estos zanguangos: utilizan la angustia existencial cosustancial al hecho de ser humanos, el mismo dolor y confusión que se sentía en tiempos de Buda o Aristófanes. Las mismas miserias y mezquindades, envidias y deseos que nos atormentan. Las ponen en palabras, como si fueran buenos poetas, y, en vez de tirar por la religión o el existencialismo, consiguen convencernos luego de que la razón de nuestra desazón se encuentra en causas político-económicas. Solo nos aliviaremos de nuestros problemas humanos si el sistema cambia.

Pero bueno, para acabar con Naomí Klein: la sigo admirando. Después de su pelotazo del No Logo, sacó “La doctrina del shock», bastante interesante, sobre otras movidas. Y ahora está en ecologismo y eso. Pero creo que ya no voy a leer nada más de ella. Y es que yo le creo a ella. Pero no a la panda que vino después. Naomí Klein inaguró nueva la ola de textos de izquierda sesuda, adormecida quizás durante la guerra fría. Todo el mundo estuvo con el ojete apretado cuarenta años, con miedo de que los dos bloques se liasen a pepinazos y el mundo se convirtiese en salmorejo radiactivo. Pero con el cambio de siglo, han resurgido con fuerza, en España sobre todo, desde el 15M. Y no les tengo cariño. Qué son. Humo. Mierdas. Libros cuya publicación justifica doctorados inútiles. Futuras asignaturas de Sociología que no hacen nada por nadie. Librerías chic, en las que los jóvenes urbanitas van a dejarse ver, tomar café, ir presentaciones de libros de mierda, y sentir que hacen algo por la gente, cuando en realidad, por mucho que lean, no hacen nada por nadie. Nada. Por. Nadie.

Hace poco pasé por la glorieta de Bilbao, y vi a Jesús Maraña, que es de lo mejores contertulios de izquierdas que hay en los platós de televisión hoy en día. Moderado y tranquilo. Además se parece mucho a mi tío Javi, así que doble de puntos para él. Estaba en el renovado Café Comercial, símbolo absoluto de la gentrificación (palabra acuñada precisamente por la sociología de izquierdas, porque, aparentemente, en los barrios se vivía mejor cuando te atracaban todos los días), tomando orgulloso una caña de esas de a cinco euros, al final de su jornada laboral, junto a dos jóvenes periodistas, sexys y dinámicos, que le miraban con admiración, pensando en qué podrían decir o hacer para agradarle y ascender. Y entonces pensé, it´s all lies, man. It´s all lies.

*Esta entrada intentó ser publicada en Marzo, pero, justo cuando iba a hacerlo, me subió la fiebre, y fui ingresado por coronavirus con una neumonía terrible. Desde entonces le tengo miedo a este texto. Así que hoy estaré con el termómetro en el sobaco todo el día, tomándome la temperatura en tiempo real, esperando mi castigo. Si vuelvo a enfermar, no habrá dudas: Dios es de izquierdas.

Multiplícate por cero, etcétera.

Vivimos en relación a los demás. Ellos nos dan nuestra valía. Ellos nos dicen quienes somos. Es un coñazo, pero es así. Es practicamente imposible escapar de ello.


Pongamos por ejemplo que tú estás trabajando de reponedor en el Carrefour, mientras tus compañeros de instituto se van de vacaciones a Fiji en verano, y beben agua de Fiji durante el resto del año. A lo mejor no sientes mucho aprecio por tu trabajo. Ni por tu vida. Porque miras a tu alrededor, y ves a esa gente. Ya sabes. Esa gente.


Tienen más de cuarenta, pero siguen haciendo fiestas temáticas. Fueron a cenar a un sitio, y estaba Errejón. No compran nunca en Ikea. Utilizan los iPhones del año anterior de posavasos. Tienen una amiga, que es la mejor amiga del cantante de Vetusta Morla. O eso dice ella. Se quejan de la gentifricación, siendo ellos los principales gentifricadores. Estuvieron el año pasado el Tokio y no les pareció gran cosa. Les va bien. Tienen dinero para ir al psicólogo. Los esfuerzos que han realizado en la vida, les han dado los réditos prometidos.


Ahora bien, y Dios no lo quiera, pero si una terrible recesión llegase, ya fuese por la naturaleza cíclica del mercado, o por una pandemia, y todos tus amigos estuvieran desempleados, o fuesen yonkis, borrachos, o ludópatas, borrando desesperados sus títulos del currículum para intentar ser camareros. Y casualmente tú fueses el único de tu entorno social con un trabajo remunerado, ese mismo trabajo, en el puto Carrefour. Oye, la vida sería otra cosa. Con qué orgullo te enfunfarias cada mañana ese polo blanco. Con que esmero te recortarías la barba, y te quitarías los pelos de la nariz con el aparato eléctrico que sirve exclusivamente para quitarse los pelos de la nariz, y que tu madre te compró por AliExpress. Para ir bien aseado. Para ir a cumplir con tu trabajo. Como un hombre. Como el único hombre.


Qué bien sentarían esas cenas con tu pareja en el VIPS los domingos. Qué bien vivimos, coño. Pídete un brownie, si quieres. No importa. Con qué orgullo sacarías un billete de veinte una vez al mes para decir «os invito» o un condescendiente «dejad que ya pago yo», en las cañas. Todos son unos impresentables, unos débiles, y están tirados por la calle. Tú eres el único adulto de verdad capaz de asumir la responsabilidad de tener un trabajo. Haces lo mismo, pero eres el doble.


De todas las cosas que escapan a nuestro control y nos afectan (terremotos, pandemias, el precio del trigo en origen, la producción de petróleo en Rusia o las tormentas de arena que vienen de África), el valor que nos damos a nosotros mismos, y que recibimos en relación a lo que hacen los demás, es de las que menos se habla.


La respuesta a la pregunta «quién soy» es tan confusa y crítica, como peculiar. Para Ramana Maharshi, cuya mejor amiga era una la vaca Lakshmi (posiblemente la vaca más famosa del mundo, después de tu madre), esta pregunta era tan crucial, que era la única meditación que recomendaba realizar. Nan Yar. Quién soy. Un mantra que repetir durante toda una vida. Para él, esta pregunta era como el palo que se usa para atizar el fuego, y una vez el fuego está formado, se tira para que arda en esa misma hoguera. En la India no debían de tener pastillas blancas de esas de barbacoa, pero lo importante es la metáfora. Es decir, cuando encuentras la respuesta a la pregunta, te iluminas, y ya no hay que hacerse más la pregunta. Nan Yar. Quién soy.


La respuesta: Multiplicaté por cero y dividete por dos.

El mundo piruleta

Le debo mucho a la Terapia Racional-Emotiva. Pero no tanto. Creada por Albert Ellis en los 50, vino a romper con un psicoanálisis que muchos, entre ellos el propio Ellis, practicaban, y sentían que era un poco una tomadura de pelo.


El y Beck (no Jeff Beck, otro Beck), empezaron a darle más importancia a aquellas cosas que el paciente se decía a sí mismo en terapia, que a los recuerdos, traúmaticos, o no, de su infancia. Esos pequeños comentarios entre historia e historia, por ejemplo “siempre me equivoco” o “o soy una puta mierda”. Dijeron, que le den por saco a la fase anal, oral y a la transferencia, vamos a centrarnos en esas ideas.


La terapia racional emotiva, que vino a englobarse en lo que luego serían las terapias cognitivo-conductuales, siguen la siguiente premisa. Primero recibimos un estímulo de nuestro entorno. A continuación, tenemos un pensamiento (2) sobre ese estímulo. Posteriormente, tenemos una emoción (3) como consecuencia, ojo, de ese pensamiento, no de ese estímulo. Por lo tanto, si cambiamos el pensamiento que sucede al estímulo, podremos cambiar la emoción que sentimos, y nuestra vida en general. Lo cual es prometedor, pero, os aseguro, agotador.


Se han vendido y se siguen vendiendo cientos de millones de libros sobre esta terapia, a menudo en la sección de auto-ayuda de tu librería más cercana. Wayne Dyer vendió 50 millones de copias de «Tus zonas erróneas».  El que yo leí, que me dejó flipado, fue “Ayudarse a sí mismo” de Lucien Auger, que explicaba perfectamente la terapia con este ejemplo al principio del libro: estás en el metro y alguien te golpea (estímulo). Piensas “menudo hijo de puta, por qué me ha golpeado” (pensamiento), y sientes una tremenda ira (emoción). Cuando ya has sacado el bardeo y te dijeres hacia él para destriparle, te das cuenta de que esa persona es ciega, y te ha golpeado sin querer. Entonces llega otro pensamiento (pobre hombre) y otra emoción, posiblemente compasión. ¿Cómo es posible que un estímulo (que te golpeen) puede generar dos emociones diametralmente opuestas? Esto es lo que este tipo de terapeutas vio como una llave hacia la libertad. Sea lo que sea que pasa en mi ambiente, puedo pensar lo que quiera sobre ello, y me sentiré bien. Aunque esté en un campo de concentración. Solo tengo que montarme mi propia película en la cabeza de que todo es espléndido. El mundo piruleta.


Más aún, Albert Ellis estableció una serie de creencias, que nos habrían sido inculcadas, según él, y que denominó pensamientos irracionales. Podéis ver como a un joven izquierdoso e idealista como yo, fue fácilmente seducido por esta terapia, porque Albert Ellis con su lista de creencias irracionales, fue más antisistema que todos los diputados de la CUP y Bildu bailando sobre la tumba de Marx. Estas son las tres fundamentales: (podéis encontrar una lista bastante maja aquí con el el resto):

1 . “Es una necesidad extrema para el ser humano adulto el ser amado y aprobado por prácticamente cada persona significativa de la sociedad”
2.”Para considerarse uno mismo valioso se debe ser muy competente, suficiente y capaz de lograr cualquier cosa en todos los aspectos posibles”.
3.»Cierta clase de gente es vil, malvada e infame y que deben ser seriamente culpabilizados y castigados por su maldad”.

En resumen, da igual si te quieren o no, da igual que uno haga cosas, o no, y como corolario: que la gente haga lo que le salga de los cojones.


Esta lista de ideas se convirtió en los mandamientos de una nueva religión. Y niegan por completo la naturaleza humana. Son muy atractivas, porque ofrecen un gran alivio, y te empoderan (aggg, lo que se ha ensuciado esa palabra tan valiosa, da cosa usarla en 2020). Son radicales, casi post-modernistas. Pero los humanos no funcionamos así, desgraciadamente.

Por ejemplo, la primera, niega la necesidad evolutiva de ser queridos. Es una puta mierda, pero somos así, viene de serie. Es evolutivamente deseable que el bebé busque ser querido por su madre, para ésta no le tire al río. En la segunda creencia, hace una loca negación de la autoestima derivada de lo que uno hace en la vida. De nuevo, ojalá fuese así. Pero necesitamos sentirnos competentes, necesitamos sentir que progresamos, que avanzamos, que lo que hacemos tiene sentido. Es algo que está dentro de nosotros, no ha sido aprendido. Cuando cumplo un objetivo que me he propuesto, cuando mejoro, siento satisfacción que trasciende la educación recibida.

El otro problema es que es absolutamente amoral. Uno de los que se ha forrado con esta terapia es Rafael Santandreu, al que un día vi en la televisión pública decir algo así como que, si no te llevas bien con tus padres, y te generan malestar, deja de hablarles. Bórrales de tu vida. Lo que más me molestó es que dijo “la psicología nos dice que no les necesitamos”. No. Tú psicología Rafa, no LA PSICOLOGÍA. Si tus padres te dan dolor de cabeza, que les follen. Pues no sé. A lo mejor deberían de haberte tirado al río cuando eras bebé.

Además es que es agotador. Los psicólogos llaman a este proceso “reestructuración cognitiva”, que suena muy fancy, y muy científico. Te mandan tablas en las que tienes que anotar las cosas que te pasan durante esa semana, a continuación tienes que anotar qué pensaste cuando te pasó esa cosa, y luego como reaccionaste a ella. Deberes. Psicólogos que te mandan deberes. Recibimos cientos de miles de estímulos todos los días, y pensamos miles de veces sobre algunos de ellos todo el rato, teniendo emociones casi constantemente. No podemos estar reestructurando todo el día. Uno tiene que hacer otras cosas. Como ver Netflix o ir al kebab.

Lo más valioso de este conjunto de terapias es, en mi opinión, que te enseñan a descubrir que hay cierta distancia entre lo que te pasa, lo que piensas, y lo que sientes. Te fuerza a dudar de tus pensamientos. Generalmente lo percibimos todo de golpe. Me ha estafado-es un hijo de puta – voy a pegarle. Todo eso en un segundo. He suspendido – es una catástrofe que no me gradúe este año – no valgo puta mierda. Medio segundo. No ha contestado mi mensaje – no le importo – nadie me quiere. Veinte milésimas de segundo. Ver que hay cierta distancia entre tú y tus pensamientos, no solo te puede llevar a una vida mejor, sino puede que incluso puede que te haga llegar a la conclusión de que tú no eres tus pensamientos. Y esa es la mandanguita que a mí me da la vida.