Tírate por la ventana de oportunidad.

Estoy leyendo “El dardo en la palabra” de Lázaro Carreter, que fue director de la RAE, y me tiene la cabeza loca. Cuando uno empieza a indagar en las profundidades del castellano, atraviesa una fase de locura (esperemos que) temporal, en la que duda de lo apropiado de cada cosa que escribe o sale de su boca. 

Y es que yo me había fijado desde hace tiempo en estupideces que dicen los periodistas para hacerse los guays. Ahora está muy de moda decir eso de “se abre una ventana de oportunidad (para tal o cual negociación)”, que es una expresión traducida literalmente del inglés window of opportunity, y que nos es ajena, pero suena bien. Quiere decir que hay una oportunidad temporal para llevar a cabo una acción. Me mata escucharlo.

El caso es que Lázaro ya sufría en los setenta con ataques creativos de los periodistas, y escribía al respecto. Y lo más extraño de leer sus “dardos” en 2020, es que esas expresiones que denunciaba en los setenta y ochenta, están hoy tan perfectamente integradas en el castelllano. Nos parecerá muy extraña su furia contra palabras o expresiones como rutinario, nominar, a nivel de, énfasis, ciertos usos de agresivo, asequible, doméstico, de alguna manera, tema, élite, jugar un papel, especulaciones, ilegalizar, reinsertar o reiniciar; palabras y expresiones que hasta hace muy poco no eran nuestras, eran vulgares, o eran extranjeras. Uno no dudaría en pensar que la mayoría ya estaban presentes en el Quijote. Él dedica un capítulo a cada uno de estos usos pervertidos. En muchos casos son voces latinas en el inglés o el francés, que no se usan al castellano, pero vuelven a nosotros como un bumerán.  

Yo que soy un ánglofilo, y además gilipollas, me sorprendo a mí mismo constantemente utilizando construcciones gramaticales que no son propias de nuestro idioma, clavándole con ello la rodilla en la espalda al castellano. Cuando me doy cuenta, me doy un pellizquito en la mano, y hago propósito de enmieda. 

De todas formas, Lázaro me recuerda a un tipo de intelectual que ya no existe. Me pasa igual con el joven sociólogo Alain de Botton, que a diferencia de Lázazo, está vivo. Aunque su aspecto se está deteriorando alarmantemente, supongo que de tanto leer. Tiene el aspecto que tendría Powder si no le hubiera alcanzado el rayo. Recomiendo vivamente (afrancesamiento) su libro “El arte como terapia” que están prácticamente regalando de Book Center, y su canal de YouTube autoayuda culta (todo subtitulado al español).

Ese tío es desacomplejadamente culto, y eso me extraña. No se lleva eso de ser culto. De hecho si lo eres, es mejor esconderlo un poco, y disculparse si se te escapa. Dices algo culto pero luego haces una referencia al coño de Cardi B o a algún personaje de Salvame Deluxe para demostrar que también eres frívolo. Dos décadas de realities han hecho fosfatina nuestro tejido social y pervertido nuestros ideales.

Pero me parece que es una dirección necesaria para una sociedad. Echo de menos la idea de que hay que intentar ser culto. Solo diciendo esta frase ya parezco gilipollas, así que imaginad lo mal que estamos. Y no digo que nuestra salvación radique en el aprendizaje. Más al contrato, es un camino lleno de trampas. La pedantería, la arrogancia, el desprecio al que no está tan formado como uno, el postureo, la prepotencia e incluso el dogmatismo son lugares comunes en el camino hacia la ilustración. Cualquiera que haya estado en una universidad los conoce bien.

Por lo que sólo es una corazonada, lo de que la vida nos iría mejor si volviésemos a aspirar ser cultos. Ahora te digo, yo creo que alguien culto, culto de verdad, vive en la perplejidad absoluta. Ha leído y reflexionado tanto, que se siente humilde ante la complejidad de cualquier asunto, los múltiples puntos de vista, la profundidad histórica detrás de cada cosa que damos por hecho. Para mí, un intelectual es alguien abrumado y que no tiene respuestas, pero plantea los debates necesarios.

San Jorge jubilado.

La otra noche escuché a Douglas Murray contar una fábula que me dejó bastante impresionado. Se llama “El síndrome de San Jorge jubilado”, y fue formulada por el filósofo australiano Ken Minogue. Propone un escenario, en el que San Jorge, tras matar al dragón y ser aclamado por el mundo, con la adrenalina por las nubes, y desbordado por la emoción, comienza a buscar más dragones que matar. Y como no hay más dragones que matar, empieza a matar animales. Y cada vez mata a animales más pequeños. Hasta que acaba en el campo, dando espadazos al viento. Como un loco. 

A principios de este siglo compré un libro que no llegué a leer, pero cuyo título siempre recuerdo. Se llamaba “El año que tampoco hicimos la revolución”. Una colección de ensayos de izquierdas. Lo que me impacto del título fue la tristeza que desprendía. Ese “tampoco” era dolorosamente irónico. Era irónico porque nosotros nunca íbamos a hacer nada, y esto se nos recordaba constantemente.  Éramos la generación de la conformidad. Éramos la generación de la apatía que emana del bienestar. Éramos la generación egoísta que nunca se levantaría por sus derechos, ni por los de nadie.  

Y luego llegó el 15M, y ahí estábamos. Por sorpresa. Haciendo historia. Vibrando. Cada tarde, en las plazas, sentías que estabas escribiendo los titulares de los periódicos del día siguiente.  Si hubieras cogido un poquito del aire que se respiraba en esos días y lo hubieras metido en un botecito cerrado, al abrirlo hoy pasaría algo. Se fundirían los plomos y se iría la luz de tu casa. El geranio del balcón florecería, aunque no fuese su época. Se cortaría la mayonesa, y luego se volvería a poner bien. Tendrías una erección. No sé, algo.

Luego llegaron los revolucionarios a joder la revolución. Dijeron “dejadnos a nosotros, llevamos treinta años fracasando, sabemos cómo hacerlo”. Y el resto es historia. Pero por lo menos vivimos esas primeras semanas históricas de dignidad y amor propio, y con eso algunos ya tenemos para irnos a la tumba contentos.

No obstante, creo que hay gente enganchada a ese sentimiento. Quieren hacer historia, pero no saben cómo. Eso decía el marica de Douglas ayer: a todos nos hubiera gustado marchar con Martin Luther King, a todos nos hubiera gustado arrancar los adoquines del pavimento en París en el 68, a todos nos hubiera gustado estar en Berlín la noche que cayó el muro. Nos hubiera gustado ser parte de la historia, y haciéndolo además en el lado correcto.  

Análogamente, nos hubiera gustado ser la pionera valiente que se abrió paso y triunfó en un mundo de hombres que la puteaban, la primera mujer en desafiar las normas de recato victoriano impuestas y vivir su sexualidad libremente, el artista homosexual aplastado por la sociedad que luchó por las libertades que hoy disfrutamos. Nos hubiera gustado haber formado parte de la transición y haber corrido delante de los grises de los cojones.  

Pero ya no hay mucho que hacer, solo ser buena persona y no comer comida procesada. Gracias a toda esa lucha, tremenda lucha, y a la sangre y las lágrimas derramadas (por otros), hemos construido la sociedad más tolerante y libre de la historia. Un crisol de culturas, sexualidades, idiosincracias personales, aromas, sabores y acentos, hermanados, disfrutándose y dejándose en paz a la vez. Nunca, en la historia, había pasado algo asi. Por eso la izquierda va dando espadazos al aire. Con el lenguaje inclusivo, los conguitos de chocolate y la mejor forma de sentarse en el transporte público. Como San Jorge, quieren seguir matando dragones, y no saben cómo. El problema es que en una de estas, nos van a dar. Y nos van a hacer daño. 

Folie à deux

La clave para estar solo, es aguantar el tiempo suficiente hasta que tener pareja te parezca una forma de enfermedad mental.  Yo estuve muchos años sin pareja, y tras un periodo de extrañeza, en el que me intrigaba que nadie quisiera tocarme el pito, pasé a un limbo bastante guay. 

Folie à deux, es una de esos trastornos que aparecen índice de enfermedades mentales, casos excepcionales que utilizan la psicología y la psiquiatría para justificar que son relevantes y científicas (raramente son alguna de las dos cosas). Folie à deux consiste en que una persona tiene un trastorno mental, un delirio psicótico, y la persona que vive con él, sea su pareja o un familiar, lo adopta como propio. Comparten su locura, por decirlo llanamente. 

Con el tiempo, eso me pareció a mí que era estar en pareja. ¿Cómo que tengo que llamar a otro adulto, y ponerme de acuerdo con él, en virtud de un pacto imaginario?. Otro adulto al que tengo que consultarle cosas. Explicarle que voy a hacer esto o la otro. Hacer planes. ¡Es como un delirio compartido! Con el paso de los años, tu sentido de individualidad es tan autosuficiente, que cualquier “acuerdo” con otra persona, a la que estas unido por un vínculo invisible, parece simplemente una chaladura. 

Además, ¿en qué consiste exactamente eso de la atracción?. Si yo veo a una chica guapa, me maravilla su sonrisa, me pierdo en sus ojos, me embriago con su conversación. ¿Qué más quiero? ¿Meter sus ojos en un bote con formol? ¿Comérmela? ¿Quién soy, Jeffrey Dahmer? ¿Hannibal Lecter? ¿A qué viene tanto ansia? ¿Qué es lo que has dicho que hay de cenar exactamente?. 

Hay un elemento posesivo en el amor, que tiene mucho sentido en nuestro cerebro reptiliano, pero poco en el lóbulo prefrontal, que es el que escribe poesías y lineas de código. Genera mucho sufrimiento. Bien podríamos ahorrárnoslo, aunque, por desgracia, no parecemos tener esa opción. Como bien se ha dicho, esta tara, en nuestro idioma, viene explicitada en el lenguaje común, en el que para expresar nuestro afecto, se dice te quiero, nunca el más poético te amo

En fin, yo ahora estoy con una bitch, y sin darme cuenta estoy en el juego psicótico hasta el cuello. ¿Qué tal la mañana? ¿Qué tal la tarde? ¿Qué tal el medio día? Voy a ir a ver a mis padres. Voy a la farmacia. Ya sé que nos íbamos a ir de vacaciones, pero me voy a gastar mil pavos en una guitarra. No te enfades. Por favor. No te enfades. Voy a la pescadería. Voy a cagar.  Voy a casa de un amigo. Luego te digo el color y la consistencia. De las heces, no del amigo. El amigo ya le conoces, es inconsistente. Sí, está bien. Su madre también bien. Besos. Luego hablamos. Tqm. Emoticono. Emoticono. Otro emoticono.

24 de Septiembre de 1991

Nada importa. Ese es mi mantra. Es mi lema. Es el pensamiento que acude al rescate en los momentos de duda. Es la única frase que me tatuaría, si no me dieran miedo los tatuajes (que no las agujas). 

Nada importa. De todas las tiranías que soportamos, de la que menos se habla, es de la tiranía que ejercen las cosas sobre nosotros. Están ahí, seductoras. Apelándonos. Nos fuerzan a opinar sobre ellas, antes de que podamos decidir si queremos o no hacerlo. Nosotros, que estamos tan tranquilos en nuestro sofá, con los huevos fuera, después de comer. La lampara, la mancha de té en el sofá (¿es realmente té?), la portada del nuevo catálogo de Ikea, la imagen de la televisión. La mente salta como un perro de presa sobre todo lo que aparece en nuestro campo perceptivo. Tenemos que emitir juicios sobre todo lo que está a nuestro alrededor, constantemente. Y he dicho bien, tenemos, porque nuestro circuitaje (ojo a la traducción cutre de wiring) nos obliga a hacerlo. Tenemos, porque no podemos elegir no hacerlo. 

Nada importa. ¿Podría usted vivir sin tener ninguna opinión sobre lo que le rodea?. No solo podría, sino que lo haría encantadísimo. Existe una sensación de bienestar subyacente a nuestro alrededor, y la alcanzamos cuando no juzgamos. No juzgamos cuando estamos haciendo algo muy intensamente, tanto, que nos fundimos con la vida. El sexo, el arte o deporte extremo son solo portales para llegar esa ansiada paz que nos hace vibrar con todo, y que surge de la percepción directa, en ausencia de juicio alguno.

Nada importa. Esta es una de las enseñanzas fundamentales de todas  las religiones que merecen la pena. Mahoma, Jesús, Lao Tsé, Buda. Todos lo han dicho: el mundo es insignificante. Trasciéndelo, ya que nada importa. Para no asustarte ante el abismo de un mundo en el que no tengas una puta opinión sobre cada tema, existe Dios. Pero difícilmente puedes tener lo uno sin lo otro. 

Nuestro cerebro tiene más o menos 35.000 años. Es decir, el mismo cerebro que usted tiene ahora, y con el que maneja complejas estadísticas sobre Messi o el nuevo Audi Q3, era el que tenían los cazadores de mamuts del paleolítico. Cuando te podías morir cada diez minutos y la leche no estaba pasteurizada. Cuando la fruta no estaba en sus preciosos, prístinos envases de plástico, sino que había que cogerlas de árbol (¡puaj!). Cuando los números decimales no importaban en absoluto. Este cerebro está diseñado para percibirlo todo en términos de vida o muerte. Y este cerebro tan capaz, tan maravilloso, no puede bajar el pistón. Sigue percibiéndolo todo como una amenaza inminente. Y en un mundo tan sedentario, y tan tremendamente simbólico a la vez, se desborda.

Que tu compañero de trabajo no te hable, sin haber hecho tu nada. Que no trabajes de lo que has estudiado. Que el coche nuevo se haya raspado con la pared del garaje. Que no le quiera la persona a quien usted quiere. Que ya no quiera a la persona que a usted le quiere. Que su hija sea feminista. Todas estos pequeños inconvenientes son procesadas como amenazas de muerte. Nos llevan al Lexatin, y de ahí al pozo sin fondo de la desesperación más absoluta. Pero en realidad, no significan nada. No importa nada. Nada importa nada. La vida va a seguir igual, hagas lo que hagas. La vida existe independientemente de tus juicios. Si dejas de emitirlos, te unirás a la fiesta.  

Consejos para la compra de un televisor

Las raíces psicológicas del conflicto político conocido como «Guerra Cultural» me resultan apasionantes. Si usted no sabe lo que es la Guerra Cultural, le felicito: está viviendo su vida. Los que no tenemos una, nos dedicamos a la Guerra Cultural. 

En cualquier caso, deje que le explique cómo lo psicológico puede llegar a lo político. En los últimos treinta años, los psicólogos, esa panda de trileros mancos a la que pertenezco, se han centrado en resaltar la importancia de la autoestima y el pensamiento positivo. Quererse y aceptarse. Desgraciadamente, este enfoque no ha conseguido hacer de presa de contención para el río desbocado que es la crisis salud mental en occidente, la auténtica pandemia de nuestro siglo. 

Como todo esto de quererse no suele dar resultado, después del psicólogo, le llegará un activista (a veces son la misma persona), y le dirá: si has intentado aceptar tu situación (física, profesional, familiar o afectiva), y no lo has conseguido, es por las expectativas imposibles impuestas por una sociedad cruel y competitiva. Hay que cambiar el sistema. Y ese, amigo mío, es un tobogán por el que uno se desliza con mucha alegría, y que conduce a una piscina de victimismo y pasividad que no sientan muy bien a largo plazo. Lo digo por experiencia.

Alguien le podría proponer algo distinto, por ejemplo, algún psicólogo canadiense guapo, alto y con voz de ardilla, que en vez de reconfortarle con palmaditas en la espalda y eslóganes de taza de desayuno, le propusiera llevar una vida cuya guía sea la búsqueda del sentido, y le sugiriese que puede encontrar ese sentido en la responsabilidad. Sea responsable. Tome las riendas de su vida. No haga lo que le apetezca, haga lo que es necesario. No puede escapar del sufrimiento, es inherente a la condición humana, pero esfuércese por encontrar algo que haga que ese sufrimiento merezca la pena. No se compare con los demás, hágalo con quién era usted ayer, y con esa guía, intente mejorar un poquito hoy. Puede llegar muy lejos si mejora un poquito cada día. Trate de cuidar de usted, como si usted estuviera cuidando de una persona a la que quiere.

Los activistas, sin embargo, piensan enfoque refuerza la ideología neoliberal. Para ellos todo esto suena como uñas rasgando una pizarra. Que uno tenga algo que decir sobre su destino, es considerado una vulgaridad, ya que lo que hay que hacer es cambiar el sistema. Este señor está soplando sobre el castillo de naipes que han construido.

Y no lo entiendo, porque este enfoque es tan humanista como cualquiera. En su desarrollo, el cielo en la tierra es posible si todos somos la mejor versión de nosotros mismos, radiando nuestro bienestar y satisfacción a los demás. Al infierno se llega dejándonos caer hasta nuestra peor versión, cuando nos convertimos en agentes infecciosos que contaminan todo lo que tocan. 

Yo por ejemplo, desde que estoy mejor , le he dado un respiro a la gente de mi entorno, de la que era profundamente dependiente (a pesar de seguir siéndolo, en alguna medida). No solo eso, de vez en cuando incluso les hago reír. Y estoy en disposición de ayudarles, en mi modesta capacidad, sí así lo requieren. Subestimamos el enorme poder que tenemos de influir en nuestro entorno. Éste inmenso don para cambiar el mundo no se encuentra precisamente entre las papeletas de nuestro colegio electoral, sino en nosotros mismos. 

¿Sabe usted cúal es la diferencia entre una televisión de tecnología LED, y una de tecnología OLED? A mí me lo explicó un vendedor resacoso de El Corte inglés. Se lo cuento a ustedes tal como él me lo contó a mí: Los televisores LED tienen un único foco de energía, un sistema, que ilumina toda la pantalla. Las OLED, por su parte, tienen millones de receptores chiquititos, que generan luz por sí mismos, formando todos juntos una imagen nítida. Las televisiones OLED  se ven muchísimo mejor.

La polisemia del insulto

Los insultos no valen solo para insultar. Otra función del insulto, que suele dar lugar a malentendidos en los homo sapiens-sapiens, es la de expresar afecto. Esto se ve mucho en los hombres, a los que nos cuesta un poquito más trasladar nuestros sentimientos hacia los demás, al ser esto considerado poco masculino (esto es, poco productivo).

Así, en las barras de los bares, alguien llamará muy ruidosamente hijoputa a su interlocutor, mientras le da una sonora palmada en el hombro, o le dirá algo desacomplejadamente racista a su compañero de trabajo, en presencia de trabajadores nuevos. Lo que está indicando a los demás es “me llevo tan bien con esta persona que me permite estas licencias, que a vosotros no os permitiría”. Cuanto mayor es la ofensa, mayor se infiere que es la confianza entre los que la intercambian. Es extraño, y un poco contraintuitivo. Como lo es el propio homo sapiens-sapiens

Por eso cuando las afroféminas se quejan de que les dijeron esto o lo otro, yo no sé qué pensar. Por ejemplo, “puto moro” es una expresión que he escuchado cada día de mi vida escolar, junto a otras ofensas similares más o menos ingeniosas. ¿Fui objeto de racismo? Puedo decir, con orgullo, que ni una sola vez. A pesar de que podría acudir a un relato dramático, he de decir que siempre me sentí bastante querido y apreciado entre mis compañeros, y nunca he sido discriminado, ni en la escuela, ni en ningún sitio. Este es un gran país. 

Esa era una expresión dirigida a mí por mis amigos, en el frenético intercambio lingüístico adolescente, y hacerlo implicaba cierto grado de confianza. Obviamente no podía decirlo cualquiera. Por así decirlo (y perdón por el enorme salto de fé que le pido al lector), que tú me digas eso, implica que tú te has ganado el derecho a decirme eso. Implícitamente, yo te he dado el permiso. Y lo bonito de esto, es que en nuestras mentes adolescentes, a las que todavía les faltaba un puntito al microondas, así era cómo se tejían los afectos y las lealtades. 

La realidad es una cosa compleja. A veces las palabras son partículas cuánticas que significan eso mismo, y lo contrario a la vez. Los sentimientos detrás de las palabras son más importantes que la literalidad de éstas. Y el acoso o la discriminación son fantasmas sutiles. Peor que cualquier insulto, es el silencio o la indiferencia, que son cuchillos afilados que se te clavan muy dentro. Sin embargo, nadie puede imprimir el silencio. Y mucho menos tuitearlo veinte años después. 

Mi vecina de enfrente, por ejemplo, es una señora mayor que parece una mafiosa en un programa de protección de testigos. Es muy bajita, y siempre va con unas Ray-Ban negras gigantes, y fumando, incluso  en interiores. Supongo que para que los del FBI no puedan leerle los labios. Cuando me presenté, en el ascensor, yo estaba nervioso, ya que tenía la autoestima por los suelos, y quería causar buena impresión. Tras decir mi nombre, que suena a inventado, aclaré, como suelo hacer, que éste era de origen árabe. Ella bajó la mirada al suelo, y respondió dulcemente “no pasa nada”. Como diciendo, todos tenemos fallos. Como diciendo, nadie es perfecto. Como diciendo, mi hermana también tiene un hijo que es subnormal, y aún así le queremos. Fue un poco una faltada, pero a mí me pareció la cosa más bonita del mundo.

Neuroticolombo

Lo que se necesita para salir adelante no es un gran cambio, sino un montón de cambios pequeños, milimétricos, quirúrjicos. Es cierto que también hace falta la voluntad para mantener esos cambios en el tiempo, pero sobre todo, hace falta estar atento. Hace falta ser un detective de uno mismo. 

A uno le gusta pensar que la vida le cambiará en un viaje, leyendo a Foucault, o teniendo una experiencia catártica. Es más fácil que eso, y la vez más difícil. Más fácil porque no hay que hacer un esfuerzo titánico, y más difícil porque hay que mantenerlo en el tiempo. Y es menos glamuroso sin duda. Es mucho más atractivo contar que la vida te cambió tras un viaje a Nepal, o viviendo con una tribu en el Serengueti, o tomando Ayuhuasca con Miguel Bosé en un bosque de Perú libres del 5G, que acostumbrándote a levantarte todos los días a la misma hora. Es más atractivo para tu propio relato pensar que la vida te cambiará tras leer a Dostoievsky , que saliendo a caminar 45 minutos al día todos los días antes de ir a trabajar. Tu psicólogo o tu psiquiatra no te dirán esto, porque hay que ser un poco humilde para hacer estas afirmaciones, y en esas profesiones no abundan las personas humildes. Te lo digo yo, que soy psicólogo y tengo un blog en 2020, que es lo más narcisista que puede haber.  

Hay que estar todo el rato mirando lo que hacemos y cómo nos hace sentir. No como neuróticos, sino como científicos observadores. Observar la acción, y luego como reacciona nuestro cuerpo a ésta. Como un detective contratado portigo* mismo. 

A veces, para provocar al interlocutor, suelo decir que no creo en la fuerza de voluntad. Y en el fondo lo digo de verdad. A mí me gusta hablar de corrientes y de inercias. Yo creo que uno tiene que ponerse en el sitio correcto y dejarse llevar por la corriente. Pero tiene que elegir bien el sitio. Es la diferencia entre un delantero que corre mucho y no rasca bola, y uno que siempre está colocado en el sitio al que casualmente siempre va el balón tras un rebote.

Sí tienes el frigo lleno de comida sana, tenderas a comer comida sana. Es cierto que un par de días bajarás a la calle, te pondrás junto a un semáforo, y a la primera oportunidad tirarás de la moto al repartidor de Telepizza, y te comerás sus pizzas y luego su cuerpo, pero pasará solo un par de veces o tres. Sí te acostumbras a desayunar sentado frente al escritorio, en vez de en el sofá frente a la televisión, puede que tiendas naturalmente a organizar tu día o hacer algunas cosas productivas sin esfuerzo alguno, aunque se te manche la agenda con la grasa de las alitas de pollo, o lo que esa que desayunéis vosotros. Si dejas el tabaco en el coche, tendrás que bajar al garaje para fumar, y por tanto lo harás menos, aunque un día te dejes una colilla encendida en el coche y quemes el edificio.

*He decidido inventar esta palabra, portigo, al descubrir, la insomne noche del 26 al 27 de Agosto del 2020, que su no existencia era una enorme carencia en nuestro idioma. Si contigo es un pronombre personal que se define en la Rae como «Con la persona a la que se dirige quien habla o escribe», propongo portigo como pronombre reflexivo que hace referencia «a la persona a quien se encarga o que lleva a cabo una acción deliberada, cuando esa persona es uno mismo».

Estevia y la otra mejilla

El placer no da la felicidad. El placer da placer. No entiendo en qué momento se creó esa extraña conexión. Es posible que lo hicieran los malditos publicistas cocainómanos. O a lo mejor lo hizo Dios, para que no estuviéramos todo el día a la sombra de la higuera, con los brazos cruzados, preguntándonos qué hacemos aquí. (Quién sabe.)

El placer es una especie de chantaje que te hace la vida para hacer cosas que son importantes, y que no haríamos sin un pequeño chute sensorial. Pero asociar placer a felicidad, asociación que sucede de manera automática en nuestro cerebro, y en el imaginario colectivo, es un error. Es falso. Es como decir que el agua es hidrógeno. No, el agua lleva hidrógeno. Es bastante distinto. Nadie en su sano juicio iría a una tienda a comprar agua, y enterándose de que no queda, preguntaría, «¡vaya! ¿y no tienes algo de hidrógeno?, con un par de moléculas me vale». Pensaríamos que está loco.

De hecho la persecución del placer suele acarrear bastante infelicidad, en forma de embarazos, enfermedades de transmisión sexual, mal de amores, adicciones, diabetes, hipertensión y otras calamidades, algunas de las cuales están en la Biblia. Otras en Mercadona.

Por ello, para prevenir los efectos perniciosos del deseo, en su momento hubo que crear las religiones (o Dios las creo para echarnos un cable, según tu opinión sobre el tema), y los sobrecitos de estevia.

Otra de las grandes sorpresas de este siglo XXI, que no da para sustos, es que el ayuno está de moda. En una sociedad agotadora e hiperestimulante, mucha gente no siente nada. Por lo que voluntariamente se privan de comida, agua , higiene, internet, relaciones sociales o sexo, para resetear sus receptores dopaminérgicos, y luego volver a la vida sintiendo algo.

Es un tema interesante el del deseo y la privación. Este año lo hemos explorado en profundidad. ¿Recordáis cómo echábamos de menos algo tan sencillo como pasear mientras estábamos confinados?. Uno llegaba a pensar que solo con andar al aire libre 20 minutos al día sería feliz el resto de su vida. Pero ya ves. Aquí estamos, paseando tristes como siempre.

Yo siempre me pregunto qué preferiría si me dieran a elegir, que se cumplieran todos mis deseos, o no tenerlos. Tengo una duda razonable. La idea de tener todo lo que quieres es atractiva, pero no sé, creo que elegiría no desear nada en absoluto.

Y es que creo que después de cumplir todos mis deseos, no sentiría nada. Pero sin embargo, si viviera sin sentir deseo alguno, algo insospechado pasaría. Es una intuición, no una certeza. Algo agradable. Algo permanente. Algo difícil de describir con palabras. Como la suave brisa que llega por sorpresa en medio del verano. Como los últimos rayos de sol en un parque al final del día. Como tu madre pasándote la mano por el pelo. Como encontrarte alguien de tu barrio que te cae muy bien en la otra punta de la ciudad.

Algo así.