Nora´s blues.

El otro día me encontré a una antigua vecina. Tiene ya dos mil o tres mil años. Dice que echa mucho de menos a mi madre. Es extraño, porque nos fuimos de esa casa hace 25 años. Le pregunté por la familia que vive en nuestro antiguo hogar desde hace una década, y me dijo que eran majos, pero furtivos. No conocía sus nombres. Me extrañó que en diez años puerta con puerta, no hubieran tenido tiempo de intercambiar información tan básica. 

Las piezas encajan, no obstante. En mi bloque parece que no vive nadie. Solo yo. Rara vez me cruzo con algún vecino, y las conversaciones sobre el tiempo en el ascensor de antaño han desaparecido, considerándose ahora de una intimidad desproporcionada. Gracias a Dios, el Covid-19 ha llegado, y ya no tenemos que fingir que abrimos el buzón para no coincidir en el ascensor: la nueva norma es que hay que subir de uno en uno. Con el tiempo, yo también me he acostumbrado a mirar por la mirilla antes de salir de casa, porque donde fueras, haz lo que vieras.

Es extraño hablar de los valores comunitarios en estos tiempos en los que no queremos saber nada los unos de los otros. Y tal vez sea mejor así. No tengo ni idea. La gente se queja de estar sola, y a la vez no quiere hablar con nadie. Queremos que nos hagan caso, pero no queremos compromiso alguno. La izquierda delira sobre valores comunitarios online, pero en la vida real no son capaces ni de hacer contacto visual.

El único profesor carismático que tuve en toda la carrera, que para mi desgracia era marxista, nos hacía preguntarnos para qué hacia falta que tuviésemos objetos que se usan muy de vez en cuando, como un taladro, si podíamos compartir uno entre todos los vecinos del edificio. Pues estimado profesor: porque preferimos gastar dos mil euros en Leroy Merlin antes que tener que hablar con nadie. Espero que se encuentre usted bien. 

Ese es parte del éxito de las tiendas regentadas por chinos, conocidas popularmente, como chinos. No solo radica en que trabajen tanto, sino en el claro compromiso confuciano (o maoísta, qué se yo, de algún sitio tendrá que venir) de no intercambiar información alguna con los clientes. Porque uno deja de tener ganas de comer pisto, si descubre que le falta calabacín, y que para conseguir uno tiene que enterarse de como está toda la familia política del propietario del economato de toda la vida. Mejor descongelar un filete.

Pero yo creo que no es el capitalismo, es simplemente la vida urbana. Hace poco, estaba cortándome el pelo donde mi peluquero marroquí, y por hablar de algo, le comenté lo animado que me parecía ese barrio, ya que cada poco tiempo pasaba alguien simplemente a saludarle. Para mi sorpresa, me dio una clave en la que no había reparado: todos esos afables vecinos eran de la generación de nuestros padres, que había venido del pueblo, en los 70 (extremeños, segovianos, andaluces) y todavía conservaban una extroversión impropia de la urbe.

Así que es la ciudad la que nos mata. Y como nosotros somos la ciudad, somos a la vez víctima, y verdugo.  Qué complicado.

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